A veces elevamos a la categoría de románticas una serie de situaciones que, de ser analizadas científicamente, acaban teniendo una naturaleza contradictoria.
Uno de los ejemplos más cercanos para noostros, es el olor de las bibliotecas que tanto nos gusta a muchos de noostros. Pues bien, ese olor no es más que un síntoma de la destrucción de la biblioteca.
Patrimonio de olores es el proyecto de Lorena Gibson, una químico de la Universidad de Strathclyde, en Escocia. En él se analizan los problemas de salud de los libros en sus etapas iniciales gracias al matiz en el olor que desprenden.
Actualmente están trabajando en un espectrómetro de masas portátil, que vendría a ser una nariz artificial que localiza las moléculas que causan el olor a humedad. “Oliendo” los gases emitidos por 72 documentos antiguos de los siglos XIX y XX con una nueva técnica llamada degradómica material, un equipo de científicos británicos y eslovenos ha conseguido identificar 15 moléculas volátiles que podrían ser buenos marcadores para cuantificar a ciencia cierta el riesgo de que se degraden la celulosa, la lignina, la fibra de madera y otros componentes de los libros.
El olor de los libros antiguos es el resultado de cientos de compuestos orgánicos volátiles (VOCs, por sus siglas en inglés) liberados desde el papel al aire. Es por esto, que el responsable de que una biblioteca tenga ese olor característico es la desintegración de celulosa del papel.
De una manera un poco general, se podría decir que ese olor que tanto nos gusta de los libros es olor a descomposición, a la muerte del libro.
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