Escribía Ray Loriga en «Días extraños» —y cito libremente—, que cuando tuvo la oportunidad de entrevistar a Charles Bukowski, no pudo hacerlo. Sencillamente. No pudo por miedo a ponerse delante de su padre literario, un hombre a quien quería realmente sin que él tuviera ni la menor idea, pero sobre todo por miedo a que pudiera darse cuenta de todo lo que le había robado. Teniendo en cuenta que era uno de los escritores peor leídos de todos los tiempos —continúa Loriga—, la pregunta es obligada: ¿de qué demonios escribía Bukowski? Pues como todos los grandes escritores, sobre lo que verdaderamente importa. El amor o la falta de amor y el miedo a casi todo. El miedo a quedarte mirando las palmas de las manos cuando ya no queda nada. El miedo a los destinos que conocerán los trenes cuando uno ya no esté dentro. Fin de la cita libre.
Desconozco si Rafael Ruiz Pleguezuelos tenía en mente este genial fragmento de «Días extraños» para componer su espléndida novela «La botella de Bukoswki», pero mientras la leía —del tirón, engulléndola, con gula y sin tiempo siquiera para subrayar como quien se acompaña de una buena copa de vino para pasar la comida—, no hacían más que venirme a la mente las atinadas palabras de Loriga a modo de glosa inopinada.
«La botella de Bukoswki» narra el peregrinaje de Juan Navarta Pommera, joven escritor en ciernes, desde Dreux, su provinciana localidad natal, hasta París para conocer a su ídolo literario, Charles Bukowski, cuando éste acuda, en 1978, al exitoso programa literario de televisión «Apostrophes», conducido por el popular Bernard Pivot. A modo de Ítaca personal, aquella retransmisión —que, por cierto, forma parte ya de la historia de la televisión— se convierte en el detonante que moviliza a nuestro protagonista hacia su destino. El marco: la resaca sesentaiochista francesa. La aventura iniciática: conocer a puñado de variopintos personajes (entre los que se encuentra, cómo no, el primer amor), a él mismo y a las raíces de las que proviene (encarnadas principalmente por su padre, un exiliado prematuro de la Guerra Civil Española cuando sólo era un niño, y, secundariamente, por su hermana, una exiliada de su propia familia en busca de su propio camino). Y sin obviar, por supuesto, el descubrimiento de alguna que otra verdad intemporal, como que los mitos es mejor no manosearlos demasiado para que no se nos caigan de nuestro pedestal y se hundan en el cieno de la más vulgar de las humanidades. Mejor quedarnos con éso que «verdaderamente importa» de lo que hablaba Loriga, con su obra, fuente de inspiración aquí por partida triple, para Loriga, Ruiz-Pleguezuelos y Navarta-Pommera.
Ahora bien, tampoco me gustaría sobredimensionar las expectativas del relato. Porque su contenido, en tanto que historia de iniciación, en mi opinión no resalta precisamente por su novedad temática. A mi modo de ver, por lo que destaca el relato es por su tono, por su estilo, por el feliz maridaje entre voz y narración, por reformular viejos temas con nuevas y frescas palabras. Una narración sólidamente andamiada, de línea clara y cuya veracidad te penetra como un calabobos: lentamente pero sin pausa, y sin darte cuenta hasta que ya estás irremediablemente empapado de la mejor literatura.
No es mucho lo que se sabe de Rafael Ruiz Pleguezuelos. Aún. Sus referencias curriculares se pueden encontrar en su página web oficial: breves apuntes biográficos, premios y diversificación de los formatos que cultiva, desde el teatro hasta los guiones cinematográficos para cortos y largometrajes, pasando, ahora, por la novela con ésta su primera creación en dicho género. Esperemos que éste no sea más que el principio de una gran amistad con nuestras letras más puramente narrativas.
Un mandamiento nuevo os doy: «La botella de Bukowski», de Rafael Ruiz Pleguezuelos.
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