Las cosas que perdimos en el fuego, el último libro de relatos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), vuelve sobre sus ya conocidas obsesiones: el terror de situaciones anómalas, personajes sobrenaturales que se aparecen en el mundo real, niños que se convierten en metáfora del horror y la crueldad, jóvenes que desaparecen de pronto, alusiones a los estragos de la dictadura militar argentina, narradoras femeninas que se mueven entre la desobediencia y la disconformidad de la sociedad que las rodea.
La diferencia radica, quizás, en la maduración que alcanzan algunas de estas historias, sobre todo aquellas en las que la visión de la mujer se hace patente como forma de denuncia solapada, sirviéndose del género literario para tratar temas tan antiguos como vigentes. El cuento que da nombre al libro es una renovada forma de hablar de brujería y se enlaza con el primero, "El chico sucio", en un juego circular que apunta hacia el diverso tratamiento de un mismo tema: la relación de las personas con lo monstruoso, con lo deforme, con lo border, enmarcado en un contexto histórico donde se debate continuamente la violencia de género y el maltrato infantil.
La propia autora ha expresado en diversas ocasiones que el horror en tanto subgénero literario concede mucha libertad y se convierte en una plataforma para trabajar temas políticos. En los otros relatos de "Las cosas que perdimos en el fuego", lo político se entremezcla con temas naturales al ser humano: la locura, el amor, el miedo, la amistad, el sexo.
Los doce cuentos del libro gozan de un planteamiento imaginativo que es, paralelamente, contemporáneo, urbano y crítico y que sitúa a la mujer como protagonista. Once de esos cuentos son relatos de mujeres, en una tradición que se remonta al gótico de Henry James y las hermanas Brontë. Desde esa narración subjetiva e intimista, se construyen las historias y las vidas de estos personajes, tan cotidianos y tan universales a la vez.
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