Me va a resulta difícil escribir
sobre esta película. La razón principal es que me revuelve las tripas, una
sensación que no cesa aunque la haya visto no sé cuántas veces, y ya se sabe
que es mejor coger algo de distancia sobre lo que uno quiere escribir porque si no corre
el riesgo de enredarse en digresiones interminables o de ser demasiado vehemente.
El problema, lo que me irrita, es
que lo que se cuenta está demasiado cerca. Está aquí al lado: miras por la
ventanilla del coche en un viaje hacia el sur y ves un caserón medio oculto
entre campos de encinas y olivos y te acuerdas del señorito Iván y de la
marquesa, de Paco el Bajo y de Azarías, de los gritos de la niña chica que
retumban en los oídos. Si se tratara de feudalismos medievales o de antiguos
regímenes de hace siglos la intensidad del malestar sería menor. Lo que
estremece es que en esas condiciones se vivía en cortijos de Extremadura y
Andalucía hace apenas cincuenta años, y te acuerdas de cuando tus abuelos te
hablaban del amo, así, del amo, confiriendo a quien lo cuenta la condición de
animal y al amo la potestad de su dominio, igual que quien posee las tierras y
los aperos posee a la gente que para él trabaja. Delibes, que conocía Castilla
la Vieja palmo a palmo, sabía que en esas latitudes de minifundios y agrarismo
conservador la ambientación de la novela sería difícil. Había que pasar los montes de Toledo,
pasar a las dehesas y cortijos de Extremadura donde los señoritos y los condes
y los duques poseían unas extensiones de tierras inabarcables y la
arbitrariedad del amo estaba por encima del derecho más elemental. “Puedes
disponer de él para lo que necesites”, “quítale las obligaciones que lo quiero
conmigo”, frases que se repiten en la película con una naturalidad exasperante:
el yugo sobre el hombre siervo que no encuentra alternativa y ni siquiera la
busca, que no cuestiona el estado de las cosas, que quizás recuerde la
ocupación de las tierras de los que los antecedieron, aquellas soflamas de
tierra y libertad, cuando algún terrateniente se pudría al sol con la hoz
hundida en el pecho. Pero eran otros tiempos, eso es pasado. La guerra y la
posguerra erigieron un pedestal de miedo desde donde miran los que son dueños
de la tierra, donde no entra ni ley ni orden ajenas a quienes cazan perdices o
palomas: ministros, señoritos, bigote recortado y botas de montería que se
dicen acuérdate de lo que pasó hace unas décadas y aprieta la correa para que
no vuelva a levantar la cabeza esta gente miserable. Pequeños reinos de taifas
donde se remeda la esclavitud y el porvenir está al antojo de quien habita un
peldaño por encima. La única grieta por donde asoma aire fresco es la
generación que viene: en un momento de la película se queja el señorito Iván, pies
sobre la mesa y copa ancha de coñac en la mano : “se diría que a los jóvenes de
hoy les molesta aceptar una jerarquía”.
Cada fotograma es un manifiesto
político y sin embargo la política apenas aparece en la película. Ante el
embajador de no se sabe qué país el señorito Iván se jacta de que hasta hace
poco la pobre gente, su gente, firmaba con el dedo. Es la España de la Escopeta
Nacional sin asomo de humor ni complacencia. Ni siquiera Azarías, el corto de
entendederas, ya saben, el de “milana bonita”, el de “me orino todas las mañanas
las manos para que no me se agrieten”, el que corre el cárabo con los
pantalones caídos y sujetos con una cuerda mientras grita como loco entre los
árboles. Los gritos que rompen la atmósfera de una casa lóbrega con alacena,
que parece un palacio comparada con esa otra de La Raya, hecha de adobe y con
tejado de ramas y brezo. Los gritos de la niña chica que ensordecen tanto como la
humillación más descarada. Hay una escena en la que el señorito Iván le pide
con la mano a Paco que se acerque. Paco, con la pierna rota y sostenido por
unas muletas que no sabe utilizar, se acerca entre esfuerzos y gestos de dolor
al señorito, que mira para otro lado apenas unos metros más allá. Esta escena,
en la crueldad de su simplicidad, en el hecho de no andar cinco pasos para ahorrar
sufrimiento a quien no puede andar, es una de tantas iniquidades gratuitas que
hacen que la película escueza como sal en una herida. Y sin embargo no hay
rebelión posible, solo mansedumbre y resignación. Si esperan justicia política
o social no la van a encontrar porque no la hay. La justicia que pone fin a la
película es lo que se conoce como “justicia poética”.
(Una curiosidad: en el ranking por países de filmaffinity me encuentro con que es la
tercera película más valorada de la historia del cine español.)
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