Ahora que escribo sobre Pascual Duarte recuerdo que hace años tenía
una forma insana de leer el periódico. Lo primero que hacía era escarbar entre
las páginas en busca de sucesos escabrosos y brutales que suelen encontrarse entre las noticias locales. Era una
manera dramática e impostada, literaria en el peor sentido de la palabra, de
estremecerme más que de informarme, contaminado sin duda por las historias que leía en
las novelas y que se tornaban verosímiles en algunas noticias que me sobrecogían. También recuerdo que cuanto más cerca sucediera un
suceso más me afectaba: si alguien moría en un pueblo visitado o conocido, o en
la ciudad en la que estudiaba, pensaba que podía cruzarme sin yo saberlo con quien
había cometido un crimen o planeaba hacerlo, y esa probabilidad hacía aún más inquietante
la noticia que había leído en el periódico esa mañana.
Por esa retorcida senda llegué, junto
con los azares de lecturas extraviadas, a La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela. Y me quedé asombrado por la
crudeza con la que se retrata la crueldad de Pascual Duarte y a la vez me
inquietaba la manera en que se disculpaba a sí mismo, como si no entendiera
bien lo que le pasaba a su enconada cabeza, como si fuera otra persona la que
cometía esos horrores. Veía a un hombre al que cegaba un instinto que lo
llevaba a matar como si fuera un animal amenazado, ese instinto que nos
contaron en la escuela que era el de los animales sin raciocinio, que no pueden
pensar como nosotros y se guían por oscuras pulsiones ajenas al ser humano.
Imaginaba a Pascual Duarte como un hombre animalizado que no puede desprenderse
de las costuras que lo humanizan y lo atormentan. Ese desdoblamiento entre el
hombre y la bestia me desconcertaba, pero no lograba encontrar otra explicación
para un personaje que sufre, que calla, que ataca a quien lo amenaza. Que
mata.
Ahora que el vuelto a leer el
libro y a ver la película me doy cuenta de la dificultad de hacer una película
con una novela escrita en primera persona a modo de confesión por un condenado
a muerte que espera su suerte el penal de Badajoz en 1937. No sé cómo se
planteó el director, Ricardo Franco, el proyecto; tampoco conozco con detalle las
molduras que impuso el productor y guionista Elías Querejeta durante el rodaje.
Solo sé que las palabras se quedaron por el camino, quizás porque no había otra
manera de mostrar al Pascual Duarte novelesco como el personaje lacónico y
encerrado en sí mismo que aparece en la película. En esa tesitura supongo que se prefirió callarlo y dejar que hablaran
sus miradas y sus arrebatos. Es verdad que esto puede traer algunos
inconvenientes a quien no haya leído antes La
familia de Pascual Duarte, porque las elipsis de la película son fáciles de
rellenar con las palabras de descargo que se cuentan en la novela. A falta de
antecedentes el espectador logrará, a cambio, una mirada nueva sobre la
envoltura oscura y lóbrega, el ambiente del llano sin horizonte y el viento que
sopla siempre, el pringoso sudor que se impregna en la retina y ensucia la
mirada. Porque la película es sucia, quiere verse y a la vez quiere dejar de
verse, y si uno se queda sin quitar los ojos de la pantalla es por la tendencia
morbosa e inconfesable de saber qué va a pasar con ese hombre que solo
encuentra salida a su desgracia en la muerte sigilosa que estalla con un
disparo, uno sigue mirando porque no entiende y lo desconcierta la extrañeza de
que, a pesar de todo, le cueste ver a Pascual Duarte como un malvado.
Si pudiera aislarse la violencia
como se aísla un cultivo en un laboratorio, los retorcidos pensamientos de
Pascual Duarte cuando se le enturbia la mirada serían una muestra nítida para
entender los cortocircuitos que conducen a un hombre a matar a otro. Creo que
nunca nada me ha estremecido tanto como acordarme de esos segundos lentos y
densos en los que Pascual Duarte detiene la mirada y se para y apunta su escopeta, o recordar la escena en
la que corre en busca de la yegua para agarrarla con delicadeza de las bridas y
acariciarla el cuello antes de coserla a puñaladas con las manos anegadas de
sangre. Es la crueldad sin aditivos ni adornos de un campo yermo de tierra seca
que está más cerca de nosotros de lo que parece.
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