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martes, 7 de marzo de 2017

Sugerimos: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Isaac Rosa, 2007)

Me vais a permitir que os cuente una anécdota muy graciosa que le he escuchado en alguna ocasión a Vargas Llosa. Es un estupendo ―y paradójico, ya veréis por qué― prólogo a estas líneas. Cuenta Vargas Llosa que en un vuelo se encuentra a otro colega escritor. Se saludan cordialmente, como es menester, y se sienta cada uno en el sitio que le corresponde. El otro escritor ―cuyo nombre desconozco, porque Vargas Llosa lo omite en su anécdota―, comienza a leer un libro y a reírse con su lectura. A Vargas Llosa, claro, le pica la curiosidad por saber qué libro es ese que le hace tanta gracia, así que aprovecha la ocasión en que el otro escritor se va al baño para acercarse a su sitio y ver qué libro es. Y lo sorprendente es que el libro en cuestión era... ¡Una obra del propio autor! ¡Se estaba desternillando de risa leyéndose a sí mismo!

Como todo buen chiste, la gracia está en lo absurdo de la situación. Porque vale que los escritores son vanidosos y mienten con alegría, pero lo normal, o al menos es lo que dicen siempre que se les pregunta sobre ello, es que un escritor se sienta insatisfecho con su obra, que lamente no haber logrado contar exactamente lo que quería contar, y que admita, como es lógico en alguien que evoluciona en su escritura, que si tuviera que volver a escribir su novela lo haría de otra manera. Javier Cercas y Sara Mesa, por ejemplo, han hecho lo propio con sus novelas primerizas: pulirlas, limarles las esquirlas disonantes que se le escapan a uno cuando empieza a escribir y confunde brillantez con pedantería.

Os quiero hablar aquí de un caso especial, pero antes tengo que adelantarme un poco, cinco años nada más. En 2004 Isaac Rosa publica su segunda novela, El vano ayer, un ejercicio literario (¿se puede decir metaliterario?) originalísimo y atrevido, donde el escritor y el lector se confunden, se mezclan, se interpelan. Un ejercicio de alteridad literaria espectacular que le valió, siendo tan joven y desconocido, el premio Rómulo Gallegos. Despunta entonces como una de las voces más lúcidas y con más talento de la literatura en español. Su escritura es poderosísima, hipnótica, de una habilidad técnica que sin estridencias parece un manual de literatura: estilo directo, indirecto, indirecto libre, sin librar, periodística, paleográfica, de primera, segunda o tercera persona... En El vano ayer está todo, todo junto pero no revuelto. Magistral, enorme.

Volvamos al origen de esta historia, a 1999, cuando Isaac Rosa publica su ópera prima, La malamemoria, en una pequeña editorial extremeña. Como es natural, la leen familiares y amigos y se pierde en los anaqueles del olvido. Pero ahora, después de El vano ayer, es un autor reconocido que ha recibido premios y el elogio de la crítica. Como sabemos que es un escritor comprometido y responsable hasta el paroxismo, suponemos que se habla a sí mismo: ¿y ahora qué hago con esa primera novela que no está mal pero tampoco termina de gustarme? Volver a publicarla en una editorial grande es raro, porque ese que escribió aquella historia ya no soy yo. ¿Y reescribirla? No, eso tampoco, eso es como volver al pasado para enmendarlo, un ejercicio de taumaturgia poco honesto, una impostura, eso es subirse al DeLorean de Regreso al futuro: que mola, es verdad, pero no es posible, no te engañes. Uno no puede viajar al pasado para decirle a su madre que deje al muchacho del pelo largo y se haga novia del hijo del notario porque a la larga nos va a ir a todos mucho mejor. ¿Qué hacer, entonces?...

Ya está: no voy a reescribir mi primera novela sino que la voy a autopsiar sin indulgencias ni contemplaciones, señalando las fallas, los excesos de forzada originalidad, los fuegos de artificio propios del escritor novato. Voy a utilizarla para hacerme un harakiri literario. Y así es como Isaac Rosa publica en 2007 una novela que no es una nueva novela, es en realidad un manual de escritura. Esto lo digo yo, claro, pues no creo que fuera esa la intención del autor, ni creo que ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! se recomiende en talleres de escritura creativa. Pero si sé que es una guía imprescindible para conocer la tramoya del proceso de creación literaria. El método es sencillo: se alterna un capítulo de La malamemoria con una glosa en cursiva que enmienda sin compasión al escritor veinteañero que fue. El personaje resabiado de las cursivas es un lector entrometido que regaña al narrador, a veces lo ridiculiza, no le pasa una, mientras nosotros, espectadores silenciosos pero cómplices, vamos tomando nota de lo peligrosos que son los adjetivos rimbombantes que se esconden en los diccionarios de sinónimos y antónimos. Os aconsejo que leáis la novela con lápiz y papel si queréis aprender cómo se construye una narración, cómo se exploran los distintos caminos o líneas de escritura, cómo aparecen los personajes y crecen y van dando forma a una trama que intenta no contradecirse a sí misma, cómo un hallazgo en mitad de la escritura puede suponer un cambio de sentido y hacer tambalear la integridad de la historia. ¿A quién no le gusta saber cómo hace el mago ese truco de magia que nos gusta tanto? 

No he querido contar nada sobre el tema de la novela ni sobre los personajes porque me parecía que era mejor acercarse a ella sabiendo solo cómo está escrita, a qué responde y por qué se escribió de ese modo. Aunque para terminar voy a hacer un poco de spoiler, espero que me perdonéis. Ahí va: la novela está ambientada en la guerra civil.

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