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martes, 14 de noviembre de 2017

Signaturas pendientes (3): La mirada de los peces (Sergio del Molino, 2017)

“La literatura casi nunca consiste en hacer literatura”.

Una crítica furibunda contra esta novela, suavizada con algún halago que contradice la intención malsana del texto, me llevó a leer La mirada de los peces, el nuevo libro de Sergio del Molino de una forma, digamos, más alerta. Me parece descortés revelar el nombre del crítico y la revista en cuestión y no lo haré. No es una publicación underground, es bastante notoria dentro del campo de las letras. Libres somos para decir lo que pensamos, ahí no hay debate. A pesar de no entender qué se gana revolcando una novela con una crítica despiadada, cuando valdría con obviarla, sí me interesó el nombre del crítico, al que apunto como guía espiritual para futuras lecturas. Me disparó en la línea de flotación: la prosa de Sergio del Molino es para mí una de las más sugerentes que se escriben ahora mismo.

Quizás porque yo también vi a Barricada en Pamplona cuando era un adolescente ingenuo y moralista (si es que no lo sigo siendo, ay), porque también tuve amigos que decían con solemnidad y prepotencia Iruña en vez de Pamplona, porque nos creíamos luchadores contra el sistema mientras coreábamos eslóganes con una frivolidad propia de tertulia futbolística, y porque pasado el tiempo, en fin, aquellas consignas que nos acompañaban se iban resquebrajando como la tierra seca en la que vivíamos, ahora da cierto pudor escribir que voceábamos No hay tregua y Barrio conflictivo y que después de leer a Reinaldo Arenas se nos cayó Cuba y todo el malecón al completo mientras la cansina imagen del Che se difuminaba, pasando de icono a casi caricatura. No digo que fuéramos mejores ni peores, eso es una insolencia. Si digo que, al menos, estábamos menos uniformados: vestíamos los calcetines de la mercería de la Trini, las zapatillas de la tienda de Nicolás y el jersey del mercadillo de los sábados en el pueblo. Hoy se gritan consignas anticapitalistas con la sudadera y las botas Quechua, con el smartphone dando una murga incansable en el bolsillo de los pantalones del Primark. Parece inevitable que en estos tiempos revueltos las contradicciones se hayan instalado en nuestras cabezas posmodernas.

Antonio Aramayona fue profesor del instituto de Sergio del Molino en el barrio de San José, en Zaragoza. Barrio de descampados y rincones de trapicheo, aquel profesor redentor e irreverente llegó a convertirse en un personaje popular en la ciudad, levantando banderas a favor de la educación pública, acampando su silla de ruedas frente a la casa de la consejera de Educación de Aragón y, en el último tramo de su vida, dándose muerte voluntaria (qué eufemismo desastroso: se suicidó, se mató). Jon Sistiaga lo reflejó en un documental sobre la eutanasia titulado Tabú: y al final, la muerte. Aramayona era miembro de la asociación Derecho a Morir Dignamente, escribió libros y mantenía dos blogs: uno personal, Diario de perroflauta motorizado, y otro en el Huffington Post. Aquí se puede leer aún la última entrada que publicó póstumamente. Empieza así: “Cuando estés leyendo estas líneas, ya habré muerto”.

Ha sido fácil empatizar con el joven Del Molino y con las contradicciones que le provoca la nostalgia y el profesor Aramayona. En contra de lo que afirmaba el crítico inspirador de estas líneas, a mí las metáforas me iluminaban regiones del pasado que estaban en penumbra, con toda la chulería y desvergüenza de los dieciséis años. También me fui al futuro, un futuro especulativo, o filosófico si se quiere, como el del Camus de El mito de Sísifo: el derecho a elegir si la vida merece o no la pena ser vivida como el acto de libertad supremo.




Tráiler: Youtube.

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