En Divina Lola, la periodista y escritora Cristina Morató (Barcelona, 1961-) nos presenta una biografía novelada de Lola Montes, personaje apenas conocido y al que ha investigado en profundidad. Morató narra con amenidad y rigor la vida de esta exótica aventurera, muy en la línea de las protagonistas de todos sus libros: mujeres de carácter independiente y rebelde, de vida intrépida.
No hay mucho escrito sobre Lola Montes antes de que Cristina Morató se fijase en ella, aunque su figura inspiró dos películas, ambas tituladas Lola Montes, una española, de 1944, dirigida por Antonio Román con Conchita Montenegro y otra francesa, mucho más conocida, dirigida por Max Ophüls en 1955 e interpretada por Martine Carol.
Lola Montes (Grange, Irlanda, 1821- Nueva York, Estados Unidos, 1861), “la falsa española que quiso ser reina”, fue un personaje tan novelesco como real que interpretó un papel toda su vida. No era de origen español ni noble, como ella afirmaba y aunque se ganaba la vida como bailarina, interpretando la cachucha y el bolero por los escenarios europeos primero y luego norteamericanos, ni siquiera tenía dotes artísticas.
Su auténtico nombre era Elizabeth Rosana Gilbert y nació en Irlanda, hija de un oficial británico. La prematura muerte del padre en la India y la actitud negligente de su madre, que muy poco después se volvió a casar, hicieron de Elizabeth una joven caprichosa, de fuerte y voluble temperamento, que pronto quiso volar sola. Rápidamente empezó a sacar partido de su espectacular belleza, casándose muy joven con un militar que la libró de la odiosa tutela materna. Una vez consiguió salir de la India, abandonando a su marido, la joven decidió reinventarse a sí misma sin perder tiempo, buscando ser libre y autosuficiente. Nació así el personaje de la bailarina y aventurera Lola Montes o Montez, quien se relacionó con escritores como Dumas, Balzac y George Sand, músicos como Listz (que fue también uno de sus numerosos amantes), y aristócratas de todo cuño, destacando por encima de todos el rey Luis I de Baviera, quien la convirtió en su favorita, la colmó de riquezas e incluso la nombró condesa de Lansfeld. Por satisfacer los caprichos de la insaciable Lola, el rey se vio tan comprometido que en 1848 tuvo que abdicar del trono a favor de su primogénito y ella huir rápidamente de Munich para no ser encarcelada, tal era la animadversión que despertaba en todo el país.
A partir de aquí, inició un periplo por toda Europa que acabó llevándola al lejano Oeste americano primero y luego a Australia, para volver de nuevo a Estados Unidos donde residió hasta su muerte. Cuando ya no pudo seguir bailando, continuó ganándose la vida tanto dando charlas sobre consejos de belleza como haciendo lecturas dramatizadas al estilo Dickens, donde narraba episodios de su ajetreada existencia aderezados con abundantes fantasías, entre ellos su célebre romance con el rey de Baviera, quien, a pesar de los problemas que le acarreó su relación con ella, nunca pudo olvidar a su amada Lolita.
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