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martes, 3 de abril de 2018

Signaturas pendientes (6): Mejor la ausencia (Edurne Portela, 2017)


La literatura tiene estas cosas. Como el cine, como la música, como el arte, como la vida. Las creencias y las opiniones, si no son demasiado rocosas, se resquebrajan —o al menos se agrietan— si el viento es favorable y uno está dispuesto a escuchar. Décadas de noticias, de horribles imágenes que nunca debimos ver y titulares de prensa que tampoco debimos leer, de sesudos análisis políticos y discusiones de expertos que diseccionaron la realidad. La realidad. Al final es la literatura, esa frivolidad que no sirve para nada, quien abre una senda de comprensión para entender un conflicto con aristas incomprensibles. Quienes hayan leido Patria (2016), El eco de los disparos (2016) Mejor la ausencia (las dos últimas de Edurne Portela) saben lo que quiero decir. 

Amaia Gorostiaga es la menor de cuatro hermanos. Tres hermanos mayores y ella. Estamos cerca de Bilbao, durante los años de plomo del terrorismo, cuando las adhesiones eran unánimes, la autocrítca no existía y la sociedad vasca miraba por un prisma difícil de entender para quien no pisa sus calles a diario. Para comprender hay que salir a la calle, ir al instituto, tener amigos que escuchan la misma consigna sin fisuras, discutir una y otra vez el cansino maniqueísmo de estás conmigo o estás contra mí. Amaia vive y sufre entre una familia fracturada por la violencia y la muerte, donde la rabia se cuela desde la calle a la casa, infectándolo todo de dolor.

La voz en la literatura es lo que te dicen las palabras que lees. Salvo los que pretenden eso tan raro que llama lectura subvocálica, lo normal es que una voz nos hable mientras pasamos las páginas de un libro. Y esa voz puede estropearte una historia o que la sigas sin condiciones. Las voces de los niños son especialmente conflictivas para dar credibilidad a una narración, sobre todo si se utiliza la primera persona. Es desolador escuchar a un niño que cuenta como un adulto resabiado. En Mejor la ausencia la voz de Amaia va evolucionando desde los cinco años (1979) hasta los dieciocho (1992) en un ejercicio de estilo sorprendente e hipnótico. Los años pasan y ese contar va creciendo desde la ingenuidad infantil hasta la rabia adolescente, contaminándose con la violencia de un padre turbio y ausente (mejor así, nos reconoce el título), una madre sumisa y depresiva y unos hermanos que se condenan entre agujas hipodérmicas (Aníbal) y la kale borroka (Kepa). Solo uno, Aitor, parece escapar a ese desconsuelo estudiando Filosofía en Madrid. Y es a Aitor, el prófugo, a quien Amaia reprocha su superioridad moral: si no has visto lo que yo he visto, si no estabas cuando la casa y nuestras vidas se llenaban de mierda, ¿puedes saber, desde la distancia, o solo juzgar?

La segunda parte de la novela es el regreso desde Madrid, diecisiete años después, al paisaje de la infancia, donde solo queda el desenlace. La voz de Amaia —treinta y cinco años, sin trabajo, separada y alojada en una buhardilla— se alterna con párrafos en tercera persona que arrojan luz sobre las sombras que han dejado en páginas pasadas tres personajes: Amadeo, el padre; Elvira, la madre; y Carlos, un avieso exsocio de su padre. Este ejercicio metaliterario puede resultar algo extemporáneo: ¿había necesidad de destapar lo que no se contó antes? No lo sé, porque a esas alturas de la novela seguía resonando la voz de la Amaia que se fue, esa voz...


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