La realidad de la ficción, la
verdad de las mentiras, la realidad inventada… La literatura está llena de
títulos que se contradicen, que hacen referencia a una cosa y su contrario, de
oxímoron que intentan resolver algo que a priori no puede resolverse: cómo
diferenciar la tenue frontera que limita ficción y realidad en una obra
literaria. Vargas Llosa, el ensayista más agudo a la hora de tratar de
esclarecer este propósito imposible, lo expresó con elocuencia y originalidad:
la literatura es como un striptease al revés, es decir, el novelista parte de
un suceso personal y real y lo va vistiendo con los ropajes de la ficción hasta
que la realidad queda desfigurada de la ficción. El argumento es inapelable,
pero la tendencia manida en los últimos años a publicar novelas con el letrero
de autoficción ha complicado el panorama hasta lo imposible, y en algunos casos
hasta la extenuación. Los personajes ya no son inspiraciones sino que en muchos
casos aparecen con sus nombres reales. Quizás Javier Cercas, en Soldados de Salamina, El
Impostor o El monarca de las sombras ha sido el que
más polémicas ha despertado. Ahora es el propio novelista el que aparece con su
nombre real, el que cuenta no sólo una historia, sino cómo se construye esa
historia. La consabida dualidad entre autor y narrador es ahora más borrosa que
nunca.
El tema es tan antiguo como la literatura.
La novela histórica, por ejemplo, siempre ha estado en ese filo en el que hay
que decidir qué hacer cuando se borra la historia con mayúsculas y continúa la
historia con minúsculas. La Historia no deja de ser una tramoya de la trama,
que es lo que de verdad importa. La frontera entre Historia y Literatura es
otra vez una quimera. Si la Historia sale en busca de la veracidad, la
Literatura lo hace en busca de la verosimilitud. Lo que es verdad frente a lo
que tiene apariencia de verdadero. ¿Puede un lector distinguir entre ambas en
una novela? ¿Ha de comprobar cada hecho, cada circunstancia, para poder distinguirlos?
¿Es lícito engañar al lector de ese modo o en eso radica precisamente la
esencia de la literatura?
Cuando se narra sobre el Cid Campeador o sobre uno mismo,
los límites los marca el tiempo pasado y la propia responsabilidad. El
historiador acusará al novelista de falsario o fabulador, que es como acusar a
un carpintero de usar un serrucho. En el otro caso, cuando uno mismo se expone
e inventa sobre su persona, nadie puede acusarle de hacer un uso espurio de la
escritura, pues al fin y al cabo es el mismo el que se expone y debe asumir las
arremetidas de los adversarios (el citado Javier Cercas es un ejemplo). ¿Pero
qué pasa cuando se fabula sobre una persona cercana o viva, y se usa incluso su
nombre para dar más verosimilitud a lo que se está narrando?
En la contracubierta de Los últimos días de Adelaida García Morales se alude a que se trata de un “relato en clave de ficción”. Que es un
relato está claro: la nouvelle apenas ocupa 82 páginas. Pero todo, o casi todo
lo que rodea al libro, trata de desmentir la ficción: el nombre y fotografía de
la protagonista en el título, un epílogo biográfico, unos testimonios
radiofónicos, unos correos electrónicos que recibe la autora, unos créditos
bibliográficos… Todo lo que rodea a la novela trata de desmentir la supuesta
ficción que se pretende contar. La narración es, sin embargo, claramente
literaria, basada en dos protagonistas de escaso desarrollo y que no están demasiado
logrados: una concejala de Cultura y una realizadora que es trasunto claro de
la propia Elvira Navarro, planteándose debates y conflictos éticos que le
surgen a la hora de grabar un documental sobre Adelaida que no son sino las
disquisiciones que se le planteaban a la propia autora. Y sobre todas las ramas
sobrevuela Adelaida García Morales, un personaje real, una escritora que logró
el éxito literario tan pronto como se desvaneció. Su marido entonces, Víctor
Erice, llevó al cine su relato inédito El Sur, que la propia Adelaida publicaría
luego en Anagrama, poco antes de ganar el Premio Herralde con El silencio delas sirenas. Luego vendrían más libros, y más silencio, y algún otro libro, y
el silencio total. Y poco antes de la oscuridad el episodio del que arranca
esta novela: Adelaida García Morales pidiendo en el Ayuntamiento de Dos
Hermanas 50 euros para poder visitar a su hijo en Madrid.
Si leen la novela, para ser ecuánimes deben después leer el duro artículo que le dedica Víctor Erice, titulado, ustedes
dirán si con acierto o no, Una vida robada.
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