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miércoles, 27 de marzo de 2019

Signaturas pendientes (10): Saber perder (David Trueba, 2008)

Soy consciente de que la idolatría es pecado, pero si me preguntan por alguien a quien admiro, me quedaría pensando un rato y luego diría a David Trueba. También soy consciente de que eso de admirar a alguien vivo o cercano está demodé, y que queda mejor admirar a Proust o a Orson Welles, aunque si me quedo pensando otro rato y me digo sé sincero contigo mismo, vuelvo a admirar a David Trueba. No voy a hablar aquí de su trayectoria como director de cine sino de su carrera como novelista, y de una novela en concreto, la que encabeza estas líneas. Pero antes, ¿por qué admiro a David Trueba como escritor? Resumiendo: porque tengo la impresión de que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana sin importarle los reconocimientos ni la vanidad y el renombre literario, si es que existe tal cosa. Y sin embargo me parece que tiene un talento excepcional. Con Abierto toda la noche me enseñó cómo el humor cabe hasta en las situaciones más dramáticas; con Cuatro amigos, esa novela gamberra, me enseñó que si la escena hubiera sido ambientada entre Nueva York y California en vez de en La Rioja, Zaragoza o Lugo, los beats sobrevenidos en hipsters hubieran dicho ¡oh Dios mío!; de Saber perder hablaremos ahora; en Blitz se da la escena más rocambolesca que he leído jamás entre un joven y una mujer que le dobla la edad; y en Tierra de Campos descubrimos que ser músico ya no es lo mismo cuando uno se hace mayor.

Cuando los popes de la literatura miraban a ese chico de gafas como un joven ocurrente que escribía libros graciosos y leyeron Saber perder algo debió de hacerles temblar por dentro. Los críticos son como los cítricos con una letra cambiada, y valoran los libros de maneras que el resto de los mortales entendemos poco. Aún siguen pensando, creo, que la dificultad es aval del talento, que lo claro es simple, que el humor es chascarrillo y que las letras se moldean con ribetes de oro fino. Y llega 2008 y Saber perder recibe el Premio de Crítica. Yo ya lo había leído cuando le dieron el premio y sentí el orgullo de la justicia poética. Es más, lo había leído dos veces. 

La primera lectura siempre es exploradora, como no puede ser de otro modo. Uno explora, indaga, quiere saber qué va a pasar. Las páginas se suceden con cuatro personajes: tres generaciones de una misma familia, Sylvia (dieciséis años, nombre cambiado, la pubertad es difícil), Lorenzo (el padre de Sylvia) y Leandro (el abuelo de Sylvia). Ariel, futbolista de élite venido de Argentina, se suma al tridente de personajes, aunque solo interactúa con Sylvia a raíz de un atropello que los pone en contacto y siembra una relación imposible. A Lorenzo lo deja su mujer, está en el paro, ha cometido un hecho terrible y comienza a salir con la ecuatoriana Daniela, conservadora y recatada, de iglesia y pastor dominicales. Leandro, setenta y tres años, profesor de música jubilado que ahora imparte clases particulares de piano, casado con Aurora. Mientras Aurora se repone en el hospital de una rotura de cadera Leandro se acerca por un impulso erótico inopinado a una casa de prostitutas donde conoce a Osembe, una nigeriana con la que se enfanga en una relación inexplicable. Hasta aquí la trama, el contenido, el fondo. 

Lo que me pregunté tras la primera lectura fue: ¿cómo he leído tan rápido la novela? ¿Cómo es posible que haya empatizado de tal forma con los personajes? ¿Qué trucos de artificio literario ha utilizado que yo no los he visto? Me propuse autopsiar la novela, descubrir la forma, la tramoya literaria, el continente. La novela se estructura en cuatro partes. En cada parte los capítulos se numeran y cada capítulo se ocupa de un personaje. No hay salto de página entre un capítulo y otro, tan solo doble espacio, con lo que la narración se condensa. La narración es en tercera persona, el estilo es indirecto libre… Vale, ninguna de estas disquisiciones filológicas me ayudaba a descubrir qué hacía la lectura tan intensa. Hasta que lo descubrí: en cada capítulo, en todos los personajes, la historia comienza en el presente y, de manera imperceptible, como un velo de humo, la narración se vuelca hacia el pasado, hacia un pasado que nos sumerge en la vida del personaje para volver, de forma tan misteriosa como se fue, al momento presente para cerrar el capítulo. Eso era. Cada capítulo como una pequeña historia, como un boomerang que va y vuelve, casi invisible, y nos transporta de acá para allá sin que nos demos cuenta. Qué alegría me dio comprobar que ese joven gamberro tenía más talento para escribir que los que se empeñan en hacer un verso impostado con cada línea de un párrafo.


1 comentario:

  1. Gracias por estas reseñas. Hace usted que sea mejor lector. Debe de ser Amor.

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