Recuerdo haber leído a Rafael Reig un comentario con mucha sorna (y verdad, seguramente) en Manual de literatura para caníbales: decía algo así como que un escritor no es más, a fin de cuentas, que un señor en zapatillas de paño y pijama sentado frente a una mesa. Con variantes, es verdad que escribir se limita a algo tan difícil que solo unos pocos aguantan el tipo de dedicar días y años a construir una obra al mismo tiempo que se les queda culo carpeta. Quizás por eso siempre nos interesan tanto esas curiosidades que se salen de la propia creación: cual es su ritual para escribir, qué le gustaría haber sido de no haber sido escritor... esas cosas que nutren los blogs de literatura.
Hay un libro muy interesante de Daria Galateria que nos cuenta en qué trabajaron algunos escritores antes de dedicarse de lleno a la escritura. El título es ilustrativo: Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores. Allí se cuentan los trabajos alimenticios de Kafka, Raymond Chandler, George Orwell o Charles Bukowski, entre otros muchos. Internet está lleno de estas historias laborales de los paladines de las letras, por eso aquí resaltaremos algunas que se escapan de las listas y decálogos más abundantes.
Siempre me gustó esa que cuenta Javier Marías en Vidas escritas sobre Faulkner. No tanto por el trabajo del escritor, empleado en una oficina de correos, sino por lo que parece que le dijo a su familia cuando le despidieron: que no estaba dispuesto a interrumpir su lectura por culpa de cualquiera que tuviera dos centavos para comprar un sello.
También me acompaña el club de jazz que regentaba Murakami con su mujer en Tokyo, siempre rozando la bancarrota hasta que, según cuenta el escritor en De que hablo cuando hablo de escribir en un pasaje inverosímil, se le apareció la idea de ser escritor viendo un partido de béisbol, como una epifanía un poco exagerada.
Imagino a Agatha Christie en su trabajo de enfermera, siempre atenta al uso de fórmulas magistrales, tomando notas que luego aplicaría en la escritura de sus famosos envenenamientos.
Hay muchos, ya digo. Pero para terminar dejo uno de mis preferidos. Rescato un artículo que guardé hace ya casi veinte años titulado La poesía que surgió del vertedero. En él se cuenta la historia de Vicente Gallego, premio de poesía Loewe del año 2001, de cómo fue hilvanando sus poemas mientras trabajaba pesando camiones de la basura en un vertedero de un pueblo de Valencia. El contraste entre los versos y los desperdicios de la urbe bien merece terminar estas líneas.
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