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miércoles, 16 de octubre de 2019

Signaturas pendientes (12): La edad media (Leonardo Cano, 2016)

Con el título ya comienzan a dibujarse los contornos de esta novela, el debut literario de Leonardo Cano (Murcia, 1977). La edad media, con minúsculas, hace referencia a esa edad que roza la treintena, a ese páramo existencial en el que no se sabe muy bien dónde se está, en el que se te exige que vayas alicatando el futuro cuando en realidad lo que te pide el cuerpo es seguir haciendo lo que has hecho siempre: salir, vivir con los padres, no cruzar nunca la frontera de la madurez. ¿Cómo de grande es esa frontera? Pues cada vez más amplia y más permeable: mirar con sinceridad el ecosistema generacional de una noche cualquiera es suficiente para admitir que no hay demasiadas diferencias en las aspiraciones de los jóvenes que se ubican entre los veinte y los cuarenta. De esa frontera indefinida en la que no se sabe dónde se está ni adónde se va es de lo que trata esta novela.

Se ha llegado a calificar La edad media como una novela generacional, como lo fue Historias del Kronen en los noventa. Pero los ingredientes son nuevos y diferentes a los que usaba la novela de Mañas: los jóvenes pijos y nihilistas de entonces se enfrentan aquí con una realidad más cruda y terrenal, descubren la verdad incómoda de que las cosas no eran como se decían, que eso de la disciplina del trabajo y del esfuerzo tenía unas grietas demasiado anchas. Decían que si estudiabas mucho y te aplicabas tendrías un futuro asegurado, pero no advirtieron que a veces todo va a depender de la suerte o de la posición de papá en la empresa.

La novela huye de las visiones románticas e idealizadas del pasado. Yo fui a EGB está muy bien, pero resulta que, si somos sinceros, resulta que antes de ver Espinete por la tarde en la tele unos compañeros mamones te habían bajado los pantalones cuando salías a resolver un problema de matemáticas a la pizarra o te habían robado el bocadillo en el recreo. Nos defendemos de la realidad que no nos gusta edulcorando el pasado para aliviar los picores de la frustración: la nostalgia es el bufet libre de la memoria, cada uno coge lo que quiere, según cómo tenga el día. Y unas veces sabe a gloria y otras a escoria. Es así. 

Cano articula la trama en tres historias cruzadas, cada una de ellas con su tiempo y su ritmo, en un alarde literario que sorprende por la verosimilitud que consigue en cada uno de los personajes: son el hijodelRana, Moya y Fauró.

La primera historia está escrita en pasado y en primera persona del plural. Son los antecedentes, los años en el colegio y el insti San Juan Bosco, un colegio privado de clase alta para niños sin problemas de dinero. Allí vemos al hijodelRana, a Moya y a Fauró hablando de tebeos y luego de Pearl Jam o de Nirvana, vemos cómo se reparten pescozones y cómo la ley de la jungla es la única ley que importa de verdad. Este pasado sin contemplaciones se escribe con frases lapidarias que comienzan con un "Y...": "Y por el final [de la clase] estaba el hijodelRana, que tenía delante a Fauró, su amiguito del alma, y a Moya un poco más allá, y era un trío al que realmente no podías parar de meterle pescozones". Y después otra frase, y otra, y el lenguaje políticamente correcto aquí no cabe porque entonces el bullying no existía y se llamaba la ley del más fuerte. Y lo mejor de esta parte es que el narrador no juzga si las cosas están bien o mal, solo cuenta y eres tú el que quizás te veas reflejado en uno u otro bando, o puede que te preguntes hasta qué punto esos años de cole e insti te hicieron lo que eres ahora. El hijodelRana termina siendo un abogado de prestigio cuando nada hacía presagiar que saliera de la ciénaga de humillaciones que padeció en el colegio. Es lo que decíamos más arriba: el destino es una lotería.

La historia de M, Moya, es la del desencanto. Narrada en tercera persona, Moya es un funcionario interino en un juzgado del que se revelan todas las vergüenzas. No hay pudor a la hora de ridiculizar a los funcionarios judiciales, desde auxiliares hasta el magistrado, pasando por el secretario. Moya sabe que la buena vida a la que aspira está en otro sitio, por eso apenas se relaciona con esos compañeros farfulleros y maledicentes. Se lo recuerda cada día el descampado donde tiene que aparcar el coche de sus padres mientras ve pasar los Mercedes por la puerta de garaje del juzgado. Y todavía duele más y da más asco la vida si cada entrevista de trabajo en un prestigioso despacho de abogados vale para darse cuenta de que el Libro de familia tiene más valor que el expediente académico. 

La historia de Fauró transcribe las conversaciones por chat con Julia con un rendimiento literario extraordinario. Son pocas las veces que se trae a la novela el lenguaje de las redes sociales. Será por pudor ortográfico. Cano juega con los errores gramaticales, con los malentendidos y los silencios con una habilidad magistral. No es nada nuevo darse cuenta de que las redes sociales condicionan las relaciones personales. Ya nada ha vuelto a ser lo mismo desde que nos comunicamos con emoticonos. La parte de Fauró y Julia se lee como una copia bastarda y actual del estilo teatral. Y el caso es que es verosímil porque nos guste o no hablamos así, nos comunicamos así. Ese es uno de los grandes hallazgos de esta extraordinaria novela.

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