Siempre he pensado que si hay un escritor injustamente tratado ese es José Ángel Mañas. Él se defiende como puede, pero en su defensa queda un poso de resentimiento por no haber sido aceptado por la crítica, “por no pintar nada en el panorama literario”, como él dice. Se le afila el colmillo y a la vez, en el tono de sus palabras, se desborda el desencanto. Quien esto escribe tiene la sensación de que si hubiese nacido en otro país ahora mismo sería quizás uno de esos escritores malditos que tanto gustan a los revolucionarios de salón y admiradores de la Beat Generation. Aquí maldito es, pero por otras razones. Hace años se decía que era un juguete roto de la literatura española. Es frustrante leer o escuchar comentarios de lectores o críticos (a sus libros, a sus declaraciones, a su persona) y comprobar que todavía sobrevuela ese calificativo, ese mantra injusto.
Mañas publica Historias del Kronen con apenas veintitrés años, tras quedar finalista del Premio Nadal en 1994. (¿Alguien sabe quién ganó el premio aquel año? No pasa nada, esas cosas pasan...) La novela supuso un revulsivo para la época, marcó tendencia literaria en los primeros noventa y dio una bofetada al realismo tan costumbrista que venía publicándose desde mediados de los setenta. A partir de ahí se empieza a hablar de una nueva literatura joven y transgresora. En el libro Generación Kronen, de Luis Mancha (posteriormente realizó un documental con el mismo título) se disecciona cómo aquella generación convulsionó el monolítico mundo literario de los señores de tertulia y academia. Ahora suena rarísimo, pero entonces se acusó a estos autores de haber abierto una veta comercial (¡comercial!) porque los editores se disputaban a esos jóvenes escritores para aumentar sus ventas. La editorial Destino, promotora del Nadal, lo vio clarísimo, y el tiempo, que todo lo etiqueta, los bautizó como Generación X o Generación Kronen. Allí cabían, entre otros, Pedro Maestre (ganador del Nadal en 1995), Lucía Etxebarría (ganadora en el 98), Ray Loriga (que firmó un suculento contrato con Plaza & Janés), Benjamín Prado (también en Plaza & Janés y luego en Alfaguara), Belén Gopegui en Anagrama y hasta al melifluo Juan Manuel de Prada se lo incluyó en la pandilla (aunque la verdad es que nunca he entendido qué pintaba allí). Los noventa fueron de estos muchachos, los fichaban como a estrellas del rock (salvando las distancias, aunque la música rock siempre sobrevoló la mayoría de las novelas de la generación). Pero los popes literarios, los canónicos, los que marcan el baremo de la calidad narrativa, empezaron a disparar: aquello era una moda, una rendición a las ventas que no debía confundirse con la literatura de verdad. Y comenzó su cruzada contra la transgresión literaria porque aquello ya se había ido de las manos y no vaya a ser que al final nuestros hijos estudien esos libros heréticos en las escuelas.
Aquella generación, como no podía ser de otro modo, duró poco. (Conviene matizar otra vez que esto de las generaciones siempre es una etiqueta posterior.) Maestre publicó dos novelas y se retiró, Lucía Etxeberría siguió con sus cosas, Benjamín Prado vio que la poesía daba más rédito literario, Belén Gopegui bien, gracias, y de Prada qué os voy a contar: ganó el Planeta en 1998 e hizo lo que pudo por alejarse de esa panda de desaliñados. Quizás el que mejor ha envejecido, literariamente hablando, sea Ray Loriga.
¿Y dónde queda José Ángel Mañas? A pesar de ser el adalid de todo aquello, el que involuntariamente lo inició con sus Historias del Kronen, empezó a recibir estopa sin piedad. Unos que si era comercial, otros que si escribía para jóvenes iconoclastas; los beatos de la prosa ursulina se rasgaban las vestiduras con aquel lenguaje despiadado y barriobajero, como si los personajes, mezcla de pijos y grunges, pudiesen hablar de otra forma; los de más allá que si fusiló Menos que cero, de Bret Easton Ellis, olvidando que la novela de Mañas está casi al completo compuesta de diálogos (con la dificultad de verosimilitud que conlleva) y que el tema del rock y las drogas no se inventó ayer en la literatura; y para colmo estaba lo de escribir Emetreinta, Niuyork y Huitni Jiuston (así, sin cursivas ni comillas ni nada). Eso ya era demasiado. La consigna estaba clara: cuidado, detengan a ese muchacho, es peligroso.
Pero Mañas siguió escribiendo esa literatura que a él le gusta llamar punk. Buscó nuevos caminos sin perder el alma transgresora con la que empezó, y se defendió contra ese establishment que lo despreciaba como sabe, es decir, escribiendo. Siguió publicando novelas, cada vez puliéndose más, como si quisiera demostrar que no era un diletante salido de la nada, que tenía talento, pero un talento a su manera, con enorme tensión narrativa y un lenguaje gamberro, siempre buscando el contrapunto al tópico, escandalizando. En la novela Caso Karen hay momentos en los que el narrador desaparece para dejar paso al Mañas autor, que no deja títere con cabeza: editoriales, críticos, dinosauros literarios, ahí no se salva nadie. Me gusta Mañas porque nunca se ha dejado amilanar, eso de si no puedes contra ellos únete no va con él. Se aventuró con la novela negra e incluso con la novela histórica y otra vez salieron los dedos acusadores para señalar que este chico no tiene rumbo. Y supongo que no, que no lo tiene. No me resisto a mencionar un delicioso ensayo literario, La literatura explicada a los asnos, donde demuestra que se puede contar la historia de la literatura sin ser pedante ni aburrir a las ovejas.
Ahora acaba de publicar La última juerga, una secuela de Historias del Kronen donde reaparece el personaje principal, Carlos, convertido en agente literario y audiovisual, yonqui, enfermo y sinvergüenza. Mañas construye una road movie con el mismo lenguaje que lo convirtió en finalista del Nadal: diálogos directos y sin contemplaciones, drogas, camellos, prostitutas, insultos y esa escritura literal que levanta ampollas (deneí, Jamfri Bogart, Cuin). A mí la novela me parece regular, está lograda pero quizás pasada de vuelta (uno ya no es aquel joven que alucinó con Historias del Kronen, supongo que yo también me he contagiado del puritanismo de la literatura con mayúsculas). Como la idolatría es pecado, diré que soy el primero que no entiendo las contradicciones de Mañas, también que algunas de sus novelas no me gustan, y a pesar de todo reconozco que a partir de su debut la literatura en España ya no fue la misma. Y vale que Mañas no es Kurt Cobain, pero sigo pensando que si hubiera nacido en Siátel muchos de los que lo ningunean estarían, aifon en mano, esperando la cola para comprar su última novela.
Foto: Ricardo Roncero. Tomada de http://joseangelmanas.com
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