Hace tiempo me señalaron una ausencia (según quienes me la señalaron, una ausencia intolerable) en esta campaña sobre narrativa española actual. Tienen razón, claro, soy consciente de la falla. El ausente es Alberto Olmos. Haré una confesión: reconozco que la última novela suya que leí, Ejército enemigo (2011), me fascinó y a la vez me defraudó: estas contradicciones son sanas y deseables en los lectores atentos. Me fascinó la irreverencia contra el buenismo de salón de té y las poses hipócritas de lo políticamente incorrecto; me defraudó la trama paralela, una especie de thriller cibernético que me pareció impostado. Con esta novela hicimos las paces, nos reconciliamos, nos entendimos, volvimos a conectar. Alabanza tiene tres ingredientes: amor, misterio y literatura. Es cierto, son típicos, o tópicos, o reiteradamente utilizados en las novelas. Algunas tienen los tres, otras dos, pero casi siempre hay al menos uno. Aquí casan bien los tres, muy bien. Antes de seguir, procede una pequeña introducción.
Sebastian (sin tilde) y Claudia se marchan a un recóndito pueblo donde solo habitan ancianas viudas. (¿Existirá un pueblo así, sin rastro de varón en sus calles desiertas y empedradas?). Uno de esos pueblos retirados del mundanal ruido que no vienen en los mapas y no tienen internet. Repito, no hay internet: el apocalipsis contemporáneo. Se marchan allí porque Sebastian se propone volver a sus orígenes literarios: quiere escribir un libro de relatos donde cada relato cuente la relación que mantuvo con cada una de sus anteriores parejas. Sebastian escribe enclaustrado en una habitación mientras Claudia deambula por el pueblo, aburrida y abnegada consorte del escritor atormentado. Esa es la sinopsis. Ahora vamos con la autopsia literaria de los tres ingredientes que la componen.
El amor. El amor sobrevuela toda la novela, tanto en la pareja que la protagoniza como en el libro que Sebastian va construyendo sobre sus amantes. La novela comienza con un golpe de efecto contundente para conectar con los lectores más sentimentales: “No estoy enamorado de ti”, le dice Sebastian a Claudia en el viaje de ida. Parece una concesión facilona, pero Olmos, quizás el escritor más transgresor de la narrativa actual (con su puntito de chulo también, todo hay que decirlo), continúa esa frase con tres páginas espectaculares, rápidas e insolentes, donde no hay ni un solo punto, ni seguido ni aparte. Imagino a Olmos en su escritorio pensando en el futuro lector: ¿te ha gustado la primera frase, eh? Pues toma tres páginas sin descanso. Ahora, si quieres, sigue leyendo. Con el transcurrir de las páginas (con puntos y comas y otros signos) se van tejiendo las dudas en la relación de ambos, las conversaciones cansinas sobre el amor y lo que significa, los traumas de Sebastian y su incapacidad de amar como prescriben los libros de autoayuda. Y mientras se consume escarbando en su pasado, va dando forma, párrafo a párrafo, a las mujeres que pasaron por su vida a la vez que su relación con Claudia se resquebraja y sus aspiraciones literarias tienen más de rabieta que de deseo consciente. Al fin y al cabo qué es el amor sino una lucha constante entre lo que tuve, lo que tengo y lo que deseo.
El misterio. Sebastian escribe y Claudia pasea por el pueblo. Todo paseante atento encuentra un misterio en el camino, lo sabe cualquiera que camine un rato sin la tortura perenne de pensar en nosotros mismos. Claudia lo encuentra en una iglesia incendiada hace más de treinta años a la que ha entrado para cotillear y en la que merodea una de las ancianas viudas que apenas salen de casa. El tendero ambulante, que avitualla al pueblo una vez por semana, le cuenta a Claudia lo que sucedió. Y Claudia se lo cuenta a Sebastian, y Sebastian calla, se retuerce por dentro, se asusta y recuerda aquella época en la que lo llamaban con otro nombre. En esta novela el misterio que la envuelve, esa rama secundaria que germina del tronco y le da apariencia arbórea a la narración, está prodigiosamente logrado. Sin fuegos artificiales, sin colorantes ni conservantes, va poco a poco envolviendo el tema principal de obra, dotándolo de sentido. Porque el tema principal, no sé si esto ayuda o tendría que omitirlo, es la literatura.
La literatura. Sebastian era un escritor de culto, maldito, de los que escriben libros de relatos que no venden apenas y apenas se entienden, uno de esos escritores intoxicados de literatura que todavía piensan que la dificultad es aval del talento, uno de esos egoístas que cree que el trabajo del lector es casi más importante que el del escritor: si vendo pocos libros es porque nadie me entiende. Pobrecito, el eterno escritor incomprendido, la víctima del sistema capitalista que ha pervertido los valores sacrosantos de la literatura con mayúscula. Ese era Sebastian hasta que escribe una novela que se convierte en un éxito de ventas (Sebastian ni siquiera se acuerda bien del título en un ejercicio de olvido intencionado e inverosímil) y lo expulsan de la arcadia literaria: los que antes lo alababan ahora lo asaetan con flechas envenenadas como a un San Sebastián caído en desgracia, como a un hereje, un vendido, una marioneta más del sistema. ¿Y qué hace nuestro escritor malherido? Se deprime y huye del harakiri mediático escapando a un pueblo donde se promete no salir hasta que haya escrito un nuevo libro de relatos que lo reconcilie con la literatura (o su ideo esnob de la literatura). Y escribe un ajuste de cuentas con las novias que pasaron por su cama. Las páginas en las que recrea sus tormentosas relaciones amorosas son las mejores de la novela. Con un lenguaje insolente, directo, sin eufemismos ni condescendencia pudorosa, Olmos nos describe la vida sexual de Sebastian con una crudeza descarada que estremece. Esa es la mayor virtud de Alberto Olmos como novelista, la capacidad de mirarte a los ojos y preguntarte: esto es lo que hay, ¿te reconoces o te da vergüenza? Y te quedas callado, con la mirada perdida, no vaya a ser que en tus ojos se trasluzcan las miserias de tu pasado.
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