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jueves, 10 de diciembre de 2020

Esa rara gente que escribe (9): Miguel Delibes y el mindfulness


Ahora que se termina el año de conmemoración del centenario de su nacimiento, ahora que parece que los actos, tertulias, conferencias, artículos y parabienes sin duda merecidos se han sosegado un poco, ahora que estamos más encerrados en nosotros mismos, literal y figuradamente; ahora, digo, me parece el momento oportuno para hablar de usted. Reconozco que lo tengo más presente como persona que como narrador, si bien algunas de sus obras me acompañarán para siempre. Por resumirlo, digamos que admiro su estética, pero su ética es como un manual sobre eso que los filósofos llaman vivir una buena vida.

Lo imagino leyendo el título de esta entrada y sorprendiéndose, puede que enfadándose, no lo sé. Yo mismo, mientras lo escribía, pensaba: qué estás haciendo, cambia eso, ¿no ves que no pega nada? Pero entiéndalo, don Miguel, si ya cuesta que alguien lea algo sobre literatura, imagínese con un título inane y soso. Además, aunque quede extraño, ese título es verdad. Al menos para mí. Me explico: siempre que oigo hablar de espiritualidad, de recogimiento o de llevar una vida más pausada y atenta, me acuerdo de usted. Será raro, no lo niego, pero me pasa.

Como la tecnología de hoy nos permite ver vídeos con entrevistas de casi cualquier persona, he podido escucharlo muchas veces, hablando con esa prosodia castellana que me entusiasma. Es fascinante poder hacer un retrato robot de su persona y ver cómo ha evolucionado con el tiempo: de los rasgos más angulosos de la juventud a los más sinuosos propios de cumplir años. Hay también muchos libros sobre usted, decenas de entrevistas, sesudos estudios sobre su obra literaria, centenares de ediciones de sus obras. No he podido abarcar ni siquiera un cuarto y mitad, si bien reconozco que la biografía que le dedicó su amigo Ramón García Domínguez fue un antes y un después a la hora de conocerlo mejor. Miguel Delibes de cerca, se titula la obra que acabo de releer. Esta relectura me ha reafirmado aún más en la idea de que usted encarnó, con su manera de vivir, los valores espirituales de lo que se conoce como mindfulness o atención plena (disculpe el anglicismo, pero son los tiempos). En esta maravillosa biografía, fruto de largos y frecuentes paseos por el Campo Grande de Valladolid, descubro que la vida tan emocionante y suntuosa que se busca sin descanso no es ni mucho menos una vida feliz, sino más bien una vida de tramoya de escenario vacío. Ilustraré lo que digo con varios ejemplos, citando directamente sus palabras, transcritas tan certeramente por su amigo Ramón.

La escritura. Que usted no necesitó grandes dosis de ensayo literario ni de escuelas de escrituras creativas lo demuestra el que su mayor referente a la hora de escribir fuera su profesor de Derecho Joaquín Garrigues. El gusto por la palabra, como decía, lo encontró en una prosa sin adornos ni estridencias innecesarias, una escritura que sirve para contar lo que se quiere contar y no para adornarse demasiado. Usted, con estudios de Derecho Mercantil, tuvo que enfrentarse con esos textos tan farragosos del derecho y supo ver que los árboles no dejaban ver el bosque. Cuando le preguntan si no le hubiera gustado tener una formación literaria más sólida, contesta: “otros que tenían una formación más sólida, fracasaron en las oposiciones del Nadal. Si yo hubiese estado más maliciado literariamente y no hubiera hecho aquélla cosa tan espontánea como El ciprés…”. Se refiere, claro, a La sombra del ciprés es alargada, su primera novela y con la que ganó la primera edición del Premio Nadal en 1947. Es curioso cómo se refiere a las oposiciones del Nadal: usted siempre reconoció que comenzó a escribir con el único objetivo de presentarla a ese premio, no precisaba colmar ninguna aspiración creativa de esas que los escritores dicen que tienen. También dijo, aunque no sé si creerle en este punto, que si no hubiera salido airoso del premio puede que no hubiese vuelto a escribir. Esto, don Miguel, es un brindis al sol, porque nunca sabremos qué hubiese ocurrido. Como anécdota curiosa recordaré que cuando presentó el manuscrito al premio le faltaban algunas páginas para llegar al mínimo exigido y tuvo que improvisar unos cuantos párrafos con la novela ya terminada. Va a ser verdad que tenía usted puesto el punto de mira en llevarse el galardón…

La vida. Uno de los preceptos que predica la filosofía del mindfulness es que da igual dónde vayamos porque nuestra mente (y con ella nuestras desdichas y pesares) viaja con nosotros allá donde queramos ir. Y sin embargo en esta vorágine vital en la que vivimos hoy nos han hecho creer que si no viajamos, si no experimentamos sensaciones fuertes o novedosas, nuestra vida se quedará a medio vivir. Cuando leo o escucho estos consejos para evitar la agitación y buscar la calma y la quietud, me acuerdo de usted. Las veces que viajó las disfrutaría, estoy seguro, pero siempre fue reacio a salir de su Valladolid natal. ¿Para qué necesitaba salir si su ecosistema más cercano e íntimo colmaba todas sus expectativas? Desde luego que fue feliz con su Campo Grande, el gran parque de Valladolid, donde solía pasear y montar en bicicleta y donde, aunque no sé si sería consciente de hacerlo porque esa palabra entonces no se estilaba, practicaba el mindfulness como si de un experimentado monje budista se tratase. Me acuerdo de usted, le repito, cada vez que alguien me cuenta sus frustraciones por no haber viajado más, por no haber experimentado más, en fin, por no haber vivido más, según esa concepción de la vida que prefiere el furioso oleaje en vez del mar en calma. A usted, que lo han criticado tanto por su gran afición a la caza, siempre le pareció que cuidaba y hacía más por los campos de Castilla que todos los predicadores que desde su salón lo sabían todo. Otros, empedernidos lectores de trinchera que marcan la línea roja de lo que está bien y lo que está mal como profetas redivivos, lo tildaron algunas veces de conservador. Siempre que leo esto me acuerdo de que allá por 1975 los promotores del diario El País le ofrecieron dirigir la nueva cabecera que estaba a punto de estrenarse. A usted no le pareció mal, pero puso como condición no moverse de Valladolid. Si querían que dirigiera el periódico, tendría que venir la montaña a Mahoma y no al revés. Al enterarme de semejante proeza no hizo sino agrandarse aún más la imagen que tenía de usted. Cuando leía esas maledicencias me cabreaba, aunque al momento se me pasaba porque lo imaginaba, de nuevo, como un meditador concienzudo que sabe que el estatus y la imagen externa no son causa de bienestar, sino que es la interpretación que se se hace de lo que sucede lo que reporta paz o sufrimiento. Y yo qué quiere que le diga, pero siempre tuve la impresión de que usted fue una persona razonablemente feliz, al menos hasta que falleció su mujer, Ángeles.

El amor. Otra vez no me queda más remedio que volver sobre los enunciados de la espiritualidad contemplativa, la meditación o la atención plena. Vivimos en una época en la que nunca fue tan fácil conocer a alguien y sin embargo nunca las relaciones duraron tan poco como ahora. Puede que nadie se conforme con nada, o que siempre se espere más, o que no se sepa estar solo y quieto en una habitación, como decía Pascal. Es como si se necesitasen muchas experiencias para dotar de sentido una vida amorosa, como si se tuviera la certeza engañosa de que dedicar la vida a estar con una sola persona sería frustrante por no conocer más posibilidades. Usted, y espero que me haya perdonado ya el atrevimiento del título, dedicó su vida a su mujer con una dicha que siempre he tenido presente como la culminación de una relación amorosa plena. Termino con unas frases suyas, una declaración de amor sencilla y sincera que demuestra que lo que ahora se anhela, lo que se busca con una desesperación agobiante, no necesita nada más que saber mirarse: “A Ángeles la conocí cuando ella contaba quince años [Miguel Delibes tenía entonces, en 1939, diecinueve años]. Nos enamoramos. Fue el nuestro un noviazgo de prueba, pues en los primeros tiempos no disponíamos de una peseta y nos pasábamos la vida en un banco de Campo Grande mirándonos a los ojos, hermosa actividad hoy incomprendida”.

© de la imagen: EFE.

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