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jueves, 21 de enero de 2021

Signaturas pendientes (17): Lluvia fina (Luis Landero, 2019)


Recuerdo ahora, frente a la pantalla en blanco, una frase que le leí a Rafael Azcona hace tiempo. Decía el escritor y guionista que para él la literatura era como la comida: sabía lo que le gustaba y lo que no, pero se veía incapaz de decir por qué. Y a mí, que a veces tengo que escribir sobre libros, me pasa muchas veces exactamente eso. Hay libros que abandono porque se me ofrecen al paladar tan insidiosos como un plato de coliflor; y otros, como este, que me resultan tan exquisitos como el manjar más delicioso y, sin embargo, me cuesta explicar por qué. Dándole vueltas al asunto, sospecho que tiene que ver con la manera de escribir de Landero, pues hace tiempo que los libros me mantienen más por la forma que por el fondo. Como decía Vargas Llosa: cualquier historia, bien contada, se convierte en una buena historia. Y al revés: hasta la mejor historia, mal contada, puede convertirse en algo estéril y tedioso. El caso es que hace unos días leí, refiriéndose a un escritor, «su prosa es como el agua clara». (No recuerdo dónde, puede que en algunas de esas frases enfáticas que adornan los fajines de las novedades.) Esta afirmación, bastante cursi, me llevó enseguida a acordarme de la prosa de Landero. Pese a la cursilería, comprendí que era eso lo que me entusiasma de él: su escritura sin dobleces, sin adornos ni retorcimientos innecesarios, su claridad. De lo que se trata, en fin, es de contar una historia de la mejor manera posible para convertirla en una historia memorable.

Cuántas novelas de familias rotas se habrán escrito a lo largo de la historia de la literatura. Lev Tolstói comenzaba Anna Karénina con la sentencia: «Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Lluvia fina es la historia de una familia infeliz, y como todas las familias infelices, lo son a su manera. Años de rencores y agravios que se mantienen en letargo hasta que Gabriel, el hijo menor de tres hermanos (Sonia, Andrea y Gabriel) decide organizar una fiesta con motivo del ochenta cumpleaños de la madre. Una fiesta inocente y bienintencionada que va a destapar la caja de Pandora que llevaba cerrada durante décadas. Lo que se inicia con una llamada telefónica para anunciar el evento termina abriendo unas heridas que nunca cicatrizaron con una virulencia que alcanza al final de la novela una magnitud estremecedora. Y es que, como anuncia la primera página de la novela: «Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos (…) sigan como en letargo durante muchos años (…), esperando una oportunidad de regresar al presente (…) con una elocuencia y un alcance que exceden con mucho a los que tuvieron en su origen».

Cuando murió el padre, en 1980, Sonia tenía doce años, Andrea diez y Gabriel siete. La muerte del padre, jovial y contador de historias apócrifas que fascinaban a los niños, sumió a la familia en el gris y en la tristeza. La realidad golpeó con dureza a una familia que había de sobrevivir con el sueldo de la madre, practicante y callista, una mujer despótica, fría y obsesionada con el dinero, que antepone salir adelante a cualquier aspiración de las hijas. Gabriel, el niño pequeño, ensimismado en su mundo de fantasía, siempre jugando con un vaquero y un cochecito, fue ajeno al sacrificio que hubieron de padecer sus hermanas. Sonia tiene que dejar los estudios para trabajar en la mercería que consigue abrir la madre, endeudándose aún más, y terminará casada con apenas dieciséis años, si no a la fuerza sí coaccionada por la madre, con un hombre veinte años mayor que ella, un inquietante empresario de juguetes con un síndrome de Peter Pan que tiene la casa (una casa enorme que fascinó a la madre cuando iba a ponerle inyecciones) llena de juguetes por todas partes. Andrea no termina de salir del mundo fabulado que imaginaba su padre y desarrolla una inquina cerval contra una madre a la que culpa de su vida oscura y miserable, estancándola en una perturbación mental que alcanza cotas de verdadera locura. El pequeño Gabriel, en su mundo de ensueño, terminaría siendo profesor de filosofía, un apóstol del estoicismo y la felicidad pero que, como todo el mundo, también tiene un reverso escondido. Es el único de los hijos condescendiente con su madre.

Para hilvanar todas las voces de la familia, Landero se sirve de Aurora, la mujer de Gabriel, a quien toda la familia le cuenta sus desgracias en primera persona. Es un hallazgo el personaje de la confidente Aurora, pues de ese modo podemos escuchar las voces de Sonia y Andrea como si estuviésemos espiando al otro lado del teléfono, alternando las conversaciones en tiempo real con la historia de la familia que nos va contando un narrador omnisciente meticuloso y persuasivo que atrapa como los buenos contadores de historias. La lectura se torna cada vez más vertiginosa hasta alcanzar en los últimos capítulos una magnitud escalofriante: será cuando se desaten esas palabras que decíamos se mantienen dolientes en la memoria, cuando el horror callado durante años se desborde con una fuerza tan incontenible que se llevará todo por delante, incluso a la servicial y compasiva Aurora.

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