Como todo tiene nombre voy a Internet y descubro que se llama leucorrea lo que le pasa a Reme, con quince años, cuando se le arrima en un portal el hijo del practicante, de esa manera tan chulesca como se arrimaban los machos de entonces, sin miramientos ni asomo de ternura, con frases que cortan como hojas de afeitar. Qué más da lo que se haga si luego la ponen a una a caer de un burro, asco de habladurías y chismorreos. Para salir de esa ciénaga, Reme se casa sin querer para meterse en una de esas colmenas de suelo de terrazo y paredes de papel que se levantaron en los años sesenta al paraguas de la filantropía mentirosa del régimen de nodos y pantanos, sin importar las grietas que iban erosionando esos barrios desordenados y mal construidos donde se arracimó la mano de obra barata que necesitaban las grades capitales de provincias. Al marido se lo lleva a mejor vida el polvo aspirado que cristaliza en los pulmones después de años de tajo mal pagado, los hijos se van sin decir adónde, primero tras el calor mentiroso de la heroína, luego ya para siempre: son los años ochenta, la vida, como el barrio, es fea, cualquier otro adjetivo es literatura. Ahora la vieja Reme, sola, se recluye con unos libros repentinos que se encuentra por error en la puerta de casa cuando llega de enterrar al marido muerto, sin pena ni remordimiento, quizá descanso. La literatura la redime de una vida de mierda, le aclara la mirada, le trastorna el entendimiento como a un quijote femenino y barriobajero. No sé si la literatura puede redimir de algo, ni siquiera creo que pueda ser consoladora, pero a Reme descreída le alivia el dolor de la nostalgia.
Decía Rafael Azcona que la literatura es como la comida: uno sabe lo que le gusta y lo que no y no puede explicar por qué. Sin embargo hay un afán (a veces muy pesado) por querer explicar los libros como si fueran reacciones metabólicas, como si tuvieran que gustarnos a la fuerza porque tienen unas propiedades nutritivas excepcionales. Sé que las judías verdes son muy buenas o que las angulas son exquisitas para selectos paladares, pero a mí no me gustan. Las como, pero no puedo decir que disfrute haciéndolo. Esto a veces pasa con los libros, sean repentinos o meditados: puedes ser sincero y decir que no te gustan o ser un fariseo y no saber nunca de verdad qué es lo que prefieres.
Cuando leí Ensimismada correspondencia, el libro de relatos que puso al desconocido Pablo Gutiérrez en el candelero, me entusiasmó. Y no sé por qué, quizá fuera esa forma de escribir como de salmodia que a unos repele y a otros como a mí los sostiene en el aire. Luego llegó la novela Democracia y con ella el reconocimiento. Tras las excelentes críticas que recibió la leí con agrado, pero me faltó algo que tampoco sé cómo explicar.
Cuando leí Ensimismada correspondencia, el libro de relatos que puso al desconocido Pablo Gutiérrez en el candelero, me entusiasmó. Y no sé por qué, quizá fuera esa forma de escribir como de salmodia que a unos repele y a otros como a mí los sostiene en el aire. Luego llegó la novela Democracia y con ella el reconocimiento. Tras las excelentes críticas que recibió la leí con agrado, pero me faltó algo que tampoco sé cómo explicar.
Ese algo lo encontré en Los libros repentinos. A esa escritura subyugante le añade la crudeza de la condición humana, alejado de ese maniqueísmo tan banal y cansino del buen salvaje que multiplica las víctimas de la injusticia social, como si fuera el aire enrarecido el que empuja a los perdidos por la senda del descalabro. A veces, aunque duela decirlo, uno tiene cierta responsabilidad en lo que hace, al margen de las circunstancias. La niña Anita, tan dulce, tan guapa, podría haber terminado el instituto y comenzar una carrera con una beca del ministerio en vez de rasgarse la falda en oscuras trastiendas de discotecas con la fuerza de esas drogas de diseño que no manchan como la heroína, pastillas de colores que previenen de todo menos del baby boom particular. Mientras se olvida de quien será el padre llega el pequeño Robe, tan rubio, tan mono, agarrado a la falta de la abuela porque la niña Anita no quiere saber cómo envejece una madre prematura, cómo se caen los pechos de dar de mamar y se agria el carácter en noches de imaginaria. Hasta que la abuela se cae por las escaleras, crac, y dos ingresos simultáneos: hospital de huesos rotos y orden judicial para Robe. La tutela será el pedigrí que mejor viste al macarra del barrio, capo pandillero de moto, chupa, drogas y nada importa salvo yo y si no te gusta te meto.
La novela es la vida en edificios monótonos de paredes desconchadas y trapicheos de droga, en calles que no desaguan y aceras llenas de basura, es un remolino de señoras que gritan en parques con columpios rotos algún día va a pasar algo y entonces todos dirán fue culpa de, se veía venir, si es que este barrio no le importa ni a las ratas. Y eso que va a pasar pasa. Y entonces es cuando viene el ya lo dijimos pero era como darse de cabezazos contra la pared.
La novela es la vida en edificios monótonos de paredes desconchadas y trapicheos de droga, en calles que no desaguan y aceras llenas de basura, es un remolino de señoras que gritan en parques con columpios rotos algún día va a pasar algo y entonces todos dirán fue culpa de, se veía venir, si es que este barrio no le importa ni a las ratas. Y eso que va a pasar pasa. Y entonces es cuando viene el ya lo dijimos pero era como darse de cabezazos contra la pared.
Estás inspirado. Sin duda, uno de tus mejores post.
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