El 13 de noviembre de 2015, poco después de las nueve de la noche, una cadena de atentados terroristas sacude París. Yihadistas del autoproclamado Estado Islámico reivindican las explosiones y los tiroteos que dejan la ciudad bañada en sangre. Diez minutos antes de las diez de la noche, tres terroristas armados con cinturones explosivos y fusiles de asalto irrumpen en el concierto que el grupo Eagles of Death Metal celebra en la Sala Bataclan. El martilleo de los disparos y el resplandor de las ráfagas de tiros confunden a los mil quinientos asistentes al concierto. Es apenas un instante. Enseguida cuerpos sin vida van cayendo al suelo alcanzados por las balas. La desbandada es general, una multitud escapa por la puerta trasera o las ventanas. Dentro quedan ciento veinte rehenes. Pocos minutos antes de la una de la madrugada un cuerpo especial de la policía francesa entra en la sala. Uno de los terroristas es abatido por la policía, los otros dos se inmolan con sus cinturones explosivos. Resulta casi insoportable imaginar el desenlace: ochenta y nueve personas asesinadas y decenas de heridos. Ramón González estaba allí.
El testimonio de Ramón González es una catarsis personal. Paz, amor y death metal es su primer libro publicado. Es la experiencia que marca el punto de inflexión en su vida. Es convivir con el recuerdo hasta alejarte de él, diluyéndolo entre palabras. El libro se divide en tres partes: el atentado, las consecuencias (emocionales, laborales) y la conclusión, meses después, cuando tras una terapia psicológica y empezar a escribir sobre ello va metabolizando lo ocurrido. La escritura es aséptica, lejos del sentimentalismo o del dramatismo excesivo. Esta escritura descriptiva y factual, que a priori restaría fuerza narrativa a la obra, la adensa para anclarla en lo real y cotidiano, al margen de concesiones literarias. Sin embargo el autor se refiere a su libro como novela y asegura que todo lo que se cuenta en ella es verídico. ¿Novela y verídico no es un oxímoron? Lo es, o debe serlo. La novela es ficción, lo demás es reportaje. ¿Entonces? Leyendo algunas entrevistas al autor me doy cuenta de que habla del personaje en tercera persona (su nombre, Ramón, no se menciona nunca en el libro), como si no fuera él quien estuvo en la Sala Bataclan durante el tiroteo. La clave está ahí, en esa despersonalización y alejamiento que eclipsa al Ramón González autor para convertirlo exclusivamente en narrador. Quien cuenta la historia no soy yo, parece decir, es otro, es un personaje, el personaje principal, pero no yo. Y ese extrañamiento de uno mismo, esa bipolaridad literaria, es la que consigue dar impulso a la historia y le sirve de terapia para explicarse los hechos, para convivir con el recuerdo y que la evocación de la tragedia no lo incapacite y lastime demasiado mientras escribe.
Lo más interesante de la novela (sic) son las cuestiones que va dejando la lectura, las preguntas hipotéticas que nos hacemos muchas veces, las que empiezan con un qué hubiera hecho yo si. Cuando se desata el tiroteo no se encuentra junto a su novia, que se había situado más cerca del escenario mientras él permanecía con los dos amigos que los acompañaban al concierto. ¿Qué habría hecho de estar junto a ella?, se pregunta el narrador. ¿Habría salido corriendo despavorido, se hubiera quedado a su lado aunque ralentizara la salida durante unos segundos que valen su propia vida? ¿Y ella? ¿Qué hubiera hecho ella? Las conversaciones entre la pareja sobre el suceso son la parte más luminosa de la obra: cómo dos personas diferentes viven una misma experiencia de forma distinta, cómo los traumas, las noches, el llanto y los recuerdos disparan reacciones emocionales que no pueden compararse con ninguna otra. No hay nada más personal y subjetivo que la convivencia con el dolor. Cierro el libro y la pregunta inevitable me persigue: cómo me hubiera afectado a mí estar en la Sala Bataclan aquella noche, oír los disparos, ver a personas morir a mi lado. Y sobre todo: qué hubiera hecho yo si…
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