Mario Vargas Llosa se ha convertido en un escritor con apostilla. Cuando uno se refiere a él siempre tiene que añadir un argumento ajeno a la literatura, o tratar de salvar la distancia que lo aleja de quien apenas lo ha leído y ya lo colocó en el panteón de los malditos. Los lectores de trinchera, esos lectores agazapados bajo los sacos terreros de una ideología sin fisuras, esos que solo leen lo que encaja de antemano en sus creencias para convencerse aún más de que están en el lado bueno, siempre añadirán un reparo, un reproche, un ay, un mira con quién va o mira lo que dice sobre esto o lo otro. Es lo esperado, por otra parte, pues el lector de trinchera es previsible: uno ya sabe lo que va a leer y lo que no, lo que le gustará y lo que no, lo que dirá o el gesto de reserva que se dibujará en su cara cuando escuche el nombre de Vargas Llosa. Dije que Vargas Llosa era un escritor con apostilla y aquí dejo la mía. Ahora vamos a la literatura.
Historia de Mayta, publicada en 1984, no es de las novelas más conocidas de Vargas Llosa si bien se trata de una de sus obras más políticas, y en su momento más polémica. Mayta es un niño católico que llega a dejar de comer para acercarse a los que no tienen nada que llevarse a la boca, doliente y sufrido, un joven que apostasía de una religión que considera indolente con la miseria, que se nutre de lecturas marxistas y termina formando parte de una grupúsculo troskista, el POR(T), una célula de siete militantes que se pierden en digresiones políticas que nacen y se explican en un periodiquito, Voz Obrera(T), que termina acumulándose a montones en las paredes del garaje donde se reúnen los troskos para salvar al Perú de la miseria y la opresión capitalista. Hay un pasaje en la novela en el que Mayta es expulsado del POR(T) por traición y disidencia, donde se le recrimina ser maricón, medio hombre, incapacitado para la revolución. Mayta escucha ese aluvión de acusaciones sentado sobre un montón de ejemplares de Voz Obrera(T) que tiemblan como un flan bajo su peso y amenazan con tirarlo al suelo: las proclamas y los escritos de propaganda ya no pueden sostener a un Mayta que ha sentido el deslumbramiento de la acción gracias al ímpetu de un joven alférez con tantas ilusiones como lagunas ideológicas. Rosquete, disidente, enajenado y embaucado por un grupo de imberbes jaujinos, Mayta deja la palabrería de garaje y puchos para tirarse al monte, el único refugio donde cree que se pueden cambiar las cosas.
Cuenta Fernando Iwasaki en un pequeño prólogo en una edición de la novela que si Mayta fue visto por muchos como un gusano cuando las revoluciones parecían el remedio a todos los males e injusticias latinoamericanas, ahora, con la Historia con mayúscula subrayando lo que ha sucedido después, Mayta se ha tornado en mariposa. Si fuera posible hacer un ejercicio de olvido voluntario y momentáneo, si fuera posible dejar a un lado el argumento de autoridad e imaginar que esta novela no fue escrita por Vargas Llosa sino por otro escritor, quizás desconocido, quizás con ínfulas de insurgente como el propio Mayta, puede que las conclusiones que se sacaran de Historia de Mayta fueran diferentes. Pero esa idea es una utopía, una quimera, igual que la de Mayta, y quien se metió en la piel de ese hombre, quien trató de desentrañar los misterios e inquietudes de un revolucionario frustrado pero a la vez recto, sin dobleces, ha sido un escritor a quien se le vierten encima reproches por no entender nada. ¿Se puede no entender y crear un personaje como Mayta, identificarse con él hasta el punto de jugar a confundirse, un mismo espejo para dos cuerpos, un personaje que parasita a quien escribe sobre él hasta no saber quién sufre, quien discute, quien padece las frustraciones y las amarguras, si el narrador o el propio Mayta? Qué difícil no caer en la compasión ni en el ajuste de cuentas, resistir la tentación de enmendar la injusticia o castigar a los culpables. Aquí no se sabe quiénes son los buenos ni quiénes son los malos: para algunos el maniqueísmo entre el bien y el mal estará claro, para otros no tanto, para los más quedará un poso extraño al terminar de leer una vida llena de ilusiones e imposturas que inspira tanta ternura como incomprensión y desengaño.
En Historia de Mayta los trucos literarios y las tramoyas de la invención se nos descubren y se nos velan con cambios de pronombres y conversaciones que van y vienen del pasado al presente, diálogos que se cruzan pero no se confunden, que zarandean al lector de un espacio a otro, de un tiempo a otro, con una capacidad de persuasión tan profunda que no da tiempo a quien lee a preguntarse dónde está, con una prosa que empuja y parece decirle a quien entró en la historia déjate llevar, no autopsies las palabras ni los párrafos, tú estás aquí, como yo, queriendo saber qué pasó con Mayta. Muchas veces he escuchado decir a Vargas Llosa que las manos del autor, los mecanismos que se esconden tras los hilos de la escritura, no deben verse ni presentirse sino que han de quedar escondidos, sujetando la novela pero sin aparecer, igual que no vemos la estructura de un edificio terminado aunque presentimos que debajo del enlucido, de las ventanas y los balcones que adornan las fachadas hay algo que mantiene en pie la estructura. La escritura de Vargas Llosa es así: uno tiene la sensación, cuando termina una de sus novelas, de que lo han embaucado y lo han engañado, lo han hecho trasegar por donde no se esperaba, llevándolo de aquí para allá como a un pelele. Es lo suyo. Para leer novelas, para disfrutarlas, es mejor no ser un resabiado y dejarnos embaucar por la ficción, olvidarse de apriorismos y de que se tiene un libro entre las manos, esperar al misterio de que se difuminen las letras y se vean tan solo imágenes.
Vargas Llosa no solo nos cuenta la vida de Mayta, también nos cuenta cómo dentro de una novela se escribe otra novela, cómo crece una historia escuchando a quienes estuvieron al lado de Mayta, evocando los sucesos que hicieron del niño redentor un levantisco. No temas, le dice el novelista a los que le hablan de Mayta, esto es una novela, no un ensayo, es pura fabulación, es una mentira. ¿Entonces, para qué quieres saber lo que ocurrió en realidad, por qué no se lo inventa? Quiero saber la verdad, les responde siempre el novelista, o acercarme a ella, para mentir con conocimiento de causa, para entenderla y destilar e imaginar lo que la realidad esconde. En esta declaración de intenciones cabe toda la literatura de Vargas Llosa. Casi diría que cabe toda la literatura: la verdad de las mentiras, la realidad de la ficción.