La literatura tiene estas cosas. Como el cine, como la
música, como el arte, como la vida. Las creencias y las opiniones, si no son
demasiado rocosas, se resquebrajan —o al menos se agrietan— si el viento es
favorable y uno está dispuesto a escuchar. Décadas de noticias, de horribles
imágenes que nunca debimos ver y titulares de prensa que tampoco debimos leer,
de sesudos análisis políticos y discusiones de expertos que diseccionaron la
realidad. La realidad. Al final es la literatura, esa frivolidad que no sirve
para nada, quien abre una senda de comprensión para entender un conflicto con
aristas incomprensibles. Quienes hayan leido Patria (2016), El eco de los disparos (2016) o Mejor la ausencia (las dos últimas de Edurne Portela) saben
lo que quiero decir.
Amaia Gorostiaga es la menor de cuatro hermanos. Tres
hermanos mayores y ella. Estamos cerca de Bilbao, durante los años de plomo del
terrorismo, cuando las adhesiones eran unánimes, la autocrítca no existía y la
sociedad vasca miraba por un prisma difícil de entender para quien no pisa sus
calles a diario. Para comprender hay que salir a la calle, ir al instituto,
tener amigos que escuchan la misma consigna sin fisuras, discutir una y otra
vez el cansino maniqueísmo de estás conmigo o estás contra mí. Amaia vive y
sufre entre una familia fracturada por la violencia y la muerte, donde la rabia
se cuela desde la calle a la casa, infectándolo todo de dolor.
La voz en la literatura es lo que te dicen las palabras que
lees. Salvo los que pretenden eso tan raro que llama lectura subvocálica, lo
normal es que una voz nos hable mientras pasamos las páginas de un libro. Y esa
voz puede estropearte una historia o que la sigas sin condiciones. Las voces de
los niños son especialmente conflictivas para dar credibilidad a una narración,
sobre todo si se utiliza la primera persona. Es desolador escuchar a un niño
que cuenta como un adulto resabiado. En Mejor la ausencia la voz de Amaia va
evolucionando desde los cinco años (1979) hasta los dieciocho (1992) en un
ejercicio de estilo sorprendente e hipnótico. Los años pasan y ese contar va
creciendo desde la ingenuidad infantil hasta la rabia adolescente,
contaminándose con la violencia de un padre turbio y ausente (mejor así, nos
reconoce el título), una madre sumisa y depresiva y unos hermanos que se
condenan entre agujas hipodérmicas (Aníbal) y la kale borroka (Kepa). Solo uno,
Aitor, parece escapar a ese desconsuelo estudiando Filosofía en Madrid. Y es a
Aitor, el prófugo, a quien Amaia reprocha su superioridad moral: si no has
visto lo que yo he visto, si no estabas cuando la casa y nuestras vidas se
llenaban de mierda, ¿puedes saber, desde la distancia, o solo juzgar?
La segunda parte de la novela es el regreso desde Madrid,
diecisiete años después, al paisaje de la infancia, donde solo queda el
desenlace. La voz de Amaia —treinta y cinco años, sin trabajo, separada y
alojada en una buhardilla— se alterna con párrafos en tercera persona que
arrojan luz sobre las sombras que han dejado en páginas
pasadas tres personajes: Amadeo, el padre; Elvira, la madre; y Carlos, un avieso exsocio de
su padre. Este ejercicio metaliterario puede resultar algo extemporáneo: ¿había
necesidad de destapar lo que no se contó antes? No lo sé, porque a esas alturas
de la novela seguía resonando la voz de la Amaia que se fue, esa voz...
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