Lo imagino leyendo el título de esta entrada y
sorprendiéndose, puede que enfadándose, no lo sé. Yo mismo, mientras lo
escribía, pensaba: qué estás haciendo, cambia eso, ¿no ves que no pega nada?
Pero entiéndalo, don Miguel, si ya cuesta que alguien lea algo sobre
literatura, imagínese con un título inane y soso. Además, aunque quede extraño,
ese título es verdad. Al menos para mí. Me explico: siempre que oigo hablar de
espiritualidad, de recogimiento o de llevar una vida más pausada y
atenta, me acuerdo de usted. Será raro, no lo niego, pero me pasa.
Como la tecnología de hoy nos permite ver vídeos con entrevistas de casi cualquier persona, he podido escucharlo muchas veces, hablando con esa prosodia castellana que me entusiasma. Es fascinante poder hacer un retrato robot de su persona y ver cómo ha evolucionado con el tiempo: de los rasgos más angulosos de la juventud a los más sinuosos propios de cumplir años. Hay también muchos libros sobre usted, decenas de entrevistas, sesudos estudios sobre su obra literaria, centenares de ediciones de sus obras. No he podido abarcar ni siquiera un cuarto y mitad, si bien reconozco que la biografía que le dedicó su amigo Ramón García Domínguez fue un antes y un después a la hora de conocerlo mejor. Miguel Delibes de cerca, se titula la obra que acabo de releer. Esta relectura me ha reafirmado aún más en la idea de que usted encarnó, con su manera de vivir, los valores espirituales de lo que se conoce como mindfulness o atención plena (disculpe el anglicismo, pero son los tiempos). En esta maravillosa biografía, fruto de largos y frecuentes paseos por el Campo Grande de Valladolid, descubro que la vida tan emocionante y suntuosa que se busca sin descanso no es ni mucho menos una vida feliz, sino más bien una vida de tramoya de escenario vacío. Ilustraré lo que digo con varios ejemplos, citando directamente sus palabras, transcritas tan certeramente por su amigo Ramón.
La escritura. Que usted no necesitó grandes dosis de ensayo
literario ni de escuelas de escrituras creativas lo demuestra el que su mayor
referente a la hora de escribir fuera su profesor de Derecho Joaquín Garrigues.
El gusto por la palabra, como decía, lo encontró en una prosa sin adornos ni
estridencias innecesarias, una escritura que sirve para contar lo que se quiere
contar y no para adornarse demasiado. Usted, con estudios de Derecho Mercantil,
tuvo que enfrentarse con esos textos tan farragosos del derecho y supo ver que
los árboles no dejaban ver el bosque. Cuando le preguntan si no le hubiera
gustado tener una formación literaria más sólida, contesta: “otros que tenían
una formación más sólida, fracasaron en las oposiciones del Nadal. Si yo
hubiese estado más maliciado literariamente y no hubiera hecho aquélla cosa tan
espontánea como El ciprés…”. Se refiere, claro, a La sombra del ciprés es alargada, su primera novela y con la que ganó la primera edición del Premio
Nadal en 1947. Es curioso cómo se refiere a las oposiciones del Nadal:
usted siempre reconoció que comenzó a escribir con el único objetivo de
presentarla a ese premio, no precisaba colmar ninguna aspiración creativa de
esas que los escritores dicen que tienen. También dijo, aunque no sé si creerle
en este punto, que si no hubiera salido airoso del premio puede que no hubiese
vuelto a escribir. Esto, don Miguel, es un brindis al sol, porque nunca sabremos
qué hubiese ocurrido. Como anécdota curiosa recordaré que cuando presentó el
manuscrito al premio le faltaban algunas páginas para llegar al mínimo exigido
y tuvo que improvisar unos cuantos párrafos con la novela ya terminada. Va a
ser verdad que tenía usted puesto el punto de mira en llevarse el galardón…
La vida. Uno de los preceptos que predica la filosofía del mindfulness es
que da igual dónde vayamos porque nuestra mente (y con ella nuestras desdichas y
pesares) viaja con nosotros allá donde queramos ir. Y sin embargo en esta vorágine
vital en la que vivimos hoy nos han hecho creer que si no viajamos, si no
experimentamos sensaciones fuertes o novedosas, nuestra vida se quedará a medio
vivir. Cuando leo o escucho estos consejos para evitar la agitación y buscar la
calma y la quietud, me acuerdo de usted. Las veces que viajó las disfrutaría,
estoy seguro, pero siempre fue reacio a salir de su Valladolid natal. ¿Para qué
necesitaba salir si su ecosistema más cercano e íntimo colmaba todas sus
expectativas? Desde luego que fue feliz con su Campo Grande, el gran parque de
Valladolid, donde solía pasear y montar en bicicleta y donde, aunque no sé si
sería consciente de hacerlo porque esa palabra entonces no se estilaba, practicaba
el mindfulness como si de un experimentado monje budista se tratase. Me acuerdo de usted, le repito, cada vez
que alguien me cuenta sus frustraciones por no haber viajado más, por no haber
experimentado más, en fin, por no haber vivido más, según esa concepción de la
vida que prefiere el furioso oleaje en vez del mar en calma. A usted, que lo
han criticado tanto por su gran afición a la caza, siempre le pareció que
cuidaba y hacía más por los campos de Castilla que todos los predicadores que
desde su salón lo sabían todo. Otros, empedernidos lectores de trinchera que marcan
la línea roja de lo que está bien y lo que está mal como profetas redivivos,
lo tildaron algunas veces de conservador. Siempre que leo esto me acuerdo de que allá por 1975 los promotores del diario El País le
ofrecieron dirigir la nueva cabecera que estaba a punto de estrenarse. A usted no le pareció mal, pero puso como condición no moverse de Valladolid. Si querían que dirigiera el
periódico, tendría que venir la montaña a Mahoma y no al revés. Al enterarme de semejante proeza no hizo sino agrandarse aún más la imagen que tenía de usted. Cuando leía esas maledicencias me cabreaba, aunque al momento se me pasaba porque lo imaginaba, de nuevo, como un meditador concienzudo que sabe que el estatus y la imagen externa no son causa de bienestar, sino que es la interpretación que se se hace de lo que sucede lo que reporta paz o sufrimiento. Y yo qué quiere que le diga, pero siempre tuve la
impresión de que usted fue una persona razonablemente feliz, al menos hasta que
falleció su mujer, Ángeles.
El amor. Otra vez no me queda más remedio que volver sobre los enunciados de la espiritualidad contemplativa, la meditación o la atención plena. Vivimos en una época en la que nunca fue tan fácil conocer a alguien y sin embargo nunca las relaciones duraron tan poco como ahora. Puede que nadie se conforme con nada, o que siempre se espere más, o que no se sepa estar solo y quieto en una habitación, como decía Pascal. Es como si se necesitasen muchas experiencias para dotar de sentido una vida amorosa, como si se tuviera la certeza engañosa de que dedicar la vida a estar con una sola persona sería frustrante por no conocer más posibilidades. Usted, y espero que me haya perdonado ya el atrevimiento del título, dedicó su vida a su mujer con una dicha que siempre he tenido presente como la culminación de una relación amorosa plena. Termino con unas frases suyas, una declaración de amor sencilla y sincera que demuestra que lo que ahora se anhela, lo que se busca con una desesperación agobiante, no necesita nada más que saber mirarse: “A Ángeles la conocí cuando ella contaba quince años [Miguel Delibes tenía entonces, en 1939, diecinueve años]. Nos enamoramos. Fue el nuestro un noviazgo de prueba, pues en los primeros tiempos no disponíamos de una peseta y nos pasábamos la vida en un banco de Campo Grande mirándonos a los ojos, hermosa actividad hoy incomprendida”.
2 comentarios:
Un texto precioso ;)
Un texto espectacular, gracias.
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