Hay libros, o mejor, estilos de escritura, que son misteriosos. Uno desearía saber qué es lo que hace que un libro se lea de una manera y no de otra, saber cómo se consigue mantener al lector atento a cada página, que solo pause la lectura para perder la mirada en un punto ciego y rumiar lo que acaba de leer. A pesar de todo lo que se ha escrito sobre el tema, sigue siendo un misterio para mí responder a la pregunta de por qué hay libros que se quieren seguir leyendo y otros no, incluso asumiendo que la literatura es como los colores o la comida y cada uno tiene sus gustos. Cuando esto sucede, cuando quieres saber qué hace que un libro sea de una manera y no de otra, coges un lápiz y un papel y comienzas a autopsiarlo, o te dedicas a escribir párrafos de la novela como si fueras un amanuense para tratar de vislumbrar los secretos escondidos tras los párrafos. Y aún así, la tarea tiene más de quimera que de descubrimiento.
A partir de Cicatriz, la escritura de Sara Mesa alcanza ese efecto magnético que se repite en cada una de sus novelas, una atmósfera densa e inquietante que transita al borde del precipicio, el misterio de mirar hacia abajo y calibrar la posibilidad de caer, como les gustaba airear a los románticos. Quizás sea su fraseo corto tan característico, o la escritura en tercera persona focalizada siempre en un personaje femenino, o una cadencia en el tiempo que recuerda a la música de las películas de miedo cuando se sabe que va a pasar algo y a pesar de intuirlo siempre termina cogiéndote por sorpresa.
En Un amor ese ambiente extraño y brumoso aparece desde la primera página. Nat (Natalia) llega a una comarca despoblada tras perder su trabajo a causa de un incidente extraño que no se termina de explicar del todo, casi inverosímil para ser despedida. Alquila una vieja casa de campo y se instala como puede, sorteando las quiebras y desperfectos de su nueva vivienda, donde se dedica a traducir textos como única forma de ganarse la vida. Aparece un casero amenazante y faltón, intrigante y deslenguado, uno de esos personajes de pueblo amorales y sentenciosos. Nat acusa su pusilanimidad ante él. Los encuentros entre ambos se leen con angustia. Ella le pide un perro y el casero se lo trae: un chucho flaco y temeroso que no se acerca a ella ni para pedir comida, como si prefiriera morir de hambre antes de tener ningún contacto que intuye peligroso. El perro inquieta. Le pone un nombre: Sieso.
La casa desborda pesadumbre por su falta de cuidados. La lluvia revela las oquedades del tejado, las goteras se cuelan por mil sitios y el suelo se llena de cubos que no pueden frenar tantos sumideros abiertos. Nat quiere que alguien lo arregle, pero le da miedo llamar a su casero. Desespera su apocamiento. Decide buscar a alguien que pueda arreglarlo y le hablan del alemán. El alemán es misterioso y callado, pero se lo arreglará. No negocia el alemán, solo informa con frialdad: es mi precio, no hay más. A partir de aquí se desencadena la tormenta y la narración coge velocidades de vértigo y angustia. Los párrafos se suceden rápidos y temblorosos. Son apenas 180 páginas: quien pueda reservar el tiempo suficiente para leerlas sin pausa comprenderá lo que digo. Cuando lo termines y cierres la cubierta observa qué sientes y pregúntate cómo es posible que una novela te haya dejado en ese estado de agitación, como si acabaras de salir de una historia que no es tuya, aunque llegaste a creer que sí lo era.
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