Una peligrosa mezcla de mitología griega, traumas, maldad y amores malogrados que acaba mal. No nos engañemos, ninguna novela negra puede acabar bien aunque el asesino termine con los grilletes en sus muñecas y sus huesos pasto de jaula, o abatido por una bala... El rastro que ha dejado tras de sí, suele ser devastador.
Y este es el caso de La melodía de la oscuridad. Alceo, no es su nombre real, es con el que se autobautiza un hijo que asesina a sus padres en un arrebato de ira. Son muchas las palizas que su madre recibe de un marido borracho e incontrolable. En la última, intenta ayudar a la madre y rescatarla de los golpes, sin embargo, el resultado dará un vuelco a sus vidas. Tras el parricidio, decide venirse a expiar sus culpas a Cádiz emulando los trabajos de Hércules. Lo cierto es que resulta ser una imitación tan cutre como salvaje y cruenta. No hay método en la elección de las víctimas, el azar las escoge. Hasta que llega a la cuarta que, por las cosas de la vida y el devenir de la investigación, se interpone en su camino. A partir de aquí, el precipitado desenlace del caso y de la novela.
Historia truculenta, tanto por los crímenes como por las vidas de los protagonistas en torno a la investigación. El equipo encargado del caso tiene dos protagonistas: un teniente de la Guardia Civil taciturno y solitario y un sargento retirado de la Benemérita al que la ETA le arrancó mucho más que los ojos y uno de los cinco sentidos esenciales del ser humano. Entre los dos intentarán dar con un asesino que no deja pruebas. La única pista de la que parten y con la que cuentan es un relato procedente de la mitología griega. La caza del asesino no será fruto de la investigación. En esta ocasión el camino es a la inversa. Este tarado decide ir a por Adriano, el sargento mutilado por ETA. Ahí comienza el fin de la penitencia autoinflingida del asesino.
El resto os corresponde descubrirlo con el libro ante vuestros ojos. Es fácil de leer, pese a la nitidez con la que se muestran las escenas más atroces. Recomendable para entretener una tarde de esas de manta y de sofá o hamaca bajo la sombra de algún árbol.
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