lunes, 19 de abril de 2021

Publicado el 4/19/2021 03:00:00 p. m. por con 0 comentarios

Esa gente rara que escribe (11): Un café y una pequeña fábula sobre los bestsellers

 


Quedo con un amigo a tomar un café. Quedamos de vez en cuando para hablar de esto y de lo otro, aunque siempre terminamos hablando de literatura. Por más que insisto, no termina por enterarse de que a mí no me gusta hablar de literatura. Hablamos de lo divino y de lo humano, de las turbulencias diarias a las que damos tanta importancia hasta que, de pronto, casi sin avisar, llega la cuestión pendiente, que no por esperada me resulta menos irritante: Bueno, qué, ¿qué estás leyendo? Tardo en responder a la pregunta, aunque más que una pregunta es la acusación de un fiscal cabreado, mientras sus cejas enarcadas me señalan por encima del vaso que tan ceremoniosamente se lleva a la boca. La última novela de Pérez-Reverte. Y me quedo callado, esperando. ¿En serio?, me responde, o me acusa, y veo acercarse los nubarrones por el horizonte, anunciado tormenta, ¿desde cuándo lees bestsellers? No sé, le digo, no me fijo en las etiquetas o procedencia de los libros. Los leo y ya está. Mi único criterio es si me gustan o me aportan o despiertan algo. Ya lo sabes, ese es mi canon, mi propio canon. No es estático, por supuesto, noto cómo ha ido evolucionando con el tiempo, aunque sigo sin saber decirte qué características se supone que tiene la buena literatura. No sé nada, solo sé si me gusta o no. Y Pérez-Reverte me parece un gran novelista.

Como era de esperar, mi estimado pero cansino amigo saca la artillería pesada sobre la industria literaria, la fabricación de libros como si fueran productos manufacturados, la perversión de los escritores que escriben pensando solo en cómo vender más ejemplares, o peor, añade, los que se venden a las grandes editoriales y prostituyen su escritura por un puñado de euros y…

Como ya me sé el discurso y soy de natural fantasioso, voy asintiendo con una sonrisa a cada uno de sus argumentos mientras pienso, aunque no lo diga, de dónde les viene la inquina contra los libros que se venden a estos lectores tan profundísimos que piensan que la dificultad es aval del talento y si no todo el mundo puede acceder a ella es precisamente por eso, porque exige un esfuerzo que los lectores corrientes no están dispuestos a hacer. ¿De qué profundidades oscuras le vendrá a mi amigo ese esnobismo literario? Mientras continúa con su discurso, interrumpido de vez en cuando por una mirada furtiva a su iPhone, me digo si no vendrá quizás de aquellos tiempos remotos en los que la gente leía mucho en el Metro y no era plato de buen gusto sentarse frente a otro viajero que sostenía en las manos el mismo libro que tú, sobre todo si ese viajero no encajaba en el estereotipo del lector, llamémosle, culto. No le culpo, yo también fui como él, también viví esa etapa en la que leer el mismo libro que leía tu madre era poco menos que un pecado mortal. Pero a mí, que me mueve más la curiosidad que el elitismo, los leía a escondidas y sin decir nada a nadie, con ese regusto placentero que tiene llevar la contraria a los sofistas literarios de los que entonces me rodeaba. Pocos quedan ya de aquella pléyade de diletantes literarios tan presuntuosos como aburridos. Alguno queda, como este, que aún sigue con su retahíla. 

… y por eso no entiendo como tú, alguien que se supone que ha leído tanto, puede ser tan ingenuo de pensar que la literatura de verdad pueda estar en esos libros escritos para las masas que se agolpan en las colas de las librerías con el último bestseller en las manos, como clones alienados por una industria que…

Dejando de lado lo de ingenuo (es mi amigo y, a pesar de todo, le tengo cariño), lo de literatura de verdad (no sé muy bien qué es eso), y el daño que le ha hecho a mi amigo el concepto orteguiano de masa y su manía de sentirse siempre letraherido, le pregunto qué está leyendo él, para ver si puedo parar esta glosa libresca que parece no tener fin. Estoy leyendo a un autor japonés que escribe con una profundidad que no he encontrado en autores de por aquí, me dice al fin, con cierta (o bastante) suficiencia. ¿Murakami?, pregunto con sorna. Pero qué dices, no seas grotesco (¿grotesco?). Con la lentitud que exige la tensión narrativa, mete la mano en su nueva mochila Quechua y saca un libro lleno de marcapáginas. Mira, añade con el libro entre las manos, a este autor aquí no lo conoce nadie, pero es buenísimo. Ah, pues me apunto el nombre para leerlo. Claro, me sonríe mientras arranca una hoja de su Moleskine azul turquesa y me deja su pluma para que anote el nombre del autor.

Nos despedimos hasta la próxima, que espero que sea dentro de mucho porque esta vez me han dejado verdaderamente agotado sus digresiones literarias. No puedo aguantar a llegar a casa para buscar al escritor japonés en Google. Enciendo el móvil y busco a ese autor completamente desconocido para mí: Keigo Higashino. Cuando leo el primer párrafo en la Wikipedia se me enciende una sonrisa en la cara imaginando a mi amigo leyendo en el Metro a su autor japonés. ¿Qué más da lo que pase en el Metro de Tokio? Total, Tokio está muy lejos.

Imagen procedente de El blog de Imosver.com.

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