Ese pareciera ser el argumento de Trainspotting, película basada en la novela homónima de Irvine Welsh, que se estrenó en 1996. Sin embargo, hoy, veinte años después, entendemos que es mucho más que eso. Considerada en la actualidad una película de culto, el film trazó, al igual que la novela, un camino vertiginoso que la consagró rápidamente.
Pese a su incorrección política y moral, se convirtió en un éxito de taquilla y en el lema de una generación que se identificó rápidamente con esa realidad cruda de jóvenes sin aspiraciones, sin conciencia de futuro, sin arraigo y sobre todo, con un profundo desprecio hacia la sociedad y hacia sí mismos.
El título “trainspotting” es una trampa de Welsh, ya que hace referencia a un pasaje de la novela en el que Mark y Begbie conocen en una estación de ferrocarril abandonada a un borracho que les pregunta si están haciendo “trainspotting”. Ese término anglosajón se utiliza para referirse a la afición de ver pasar el ferrocarril, muy popular en Reino Unido. La imagen es muy elocuente: los jóvenes, al igual que el borracho, son abandonados sociales que ven la vida pasar. Pero por otra parte, en el argot escocés que domina el tono tanto de la novela como de la película, el término trainspotting significa “buscar una vena para inyectarse droga”.
Boyle, uno de los por entonces jóvenes prodigio del cine inglés, cogió la novela y la trasladó al cine con maestría. La técnica visual del film (plagada de travellings, planos inclinados, decorados kitsch e iluminación psicodélica) busca mantener la estética que ya aparecía en el libro.
El New York Times dijo en el momento de su estreno: “La irreverencia visual de Trainspotting mimetiza ese subidón de drogas y ofrece su propio chute potente”. En efecto, la película ofrecía, junto a otras de la misma temática que aparecerían luego (Velvet Goldmine, 1998; Réquiem por un sueño, 2001; Monster Party, 2003) una nueva forma de ver cine, pero sobre todo, una nueva manera de hacer cine.
El tema principal no es la droga (como creen algunos) sino el retrato de una generación que reniega de su país (“es una porquería ser escocés, dice el protagonista en una recordada escena, somos la más patética y despreciable basura”) y también de su época: el comienzo de una década marcada por la desesperanza, el descreimiento, la pandemia del VIH, el simulacro de la televisión y el consumismo capitalista.
No obstante, la historia está atravesada por un dejo de fe que aparece desde el principio. El “Elige la vida” con el que comienza el film, acompañado de los acordes de Lust for Life, de Iggy Pop, se convirtió en el cántico de una generación que no encontraba su lugar.
La semana pasada se estrenó en Madrid Trainspotting 2, donde se puede ver a los mismos personajes exactamente veinte años después. La secuela no ha tenido el éxito que tuvo la primera entrega y la crítica la ha tachado de nostálgica. Es comprensible. Hasta el propio Boyle lo afirma en tono manriqueño: “Todo era mejor cuando éramos jóvenes. Ahora lo único que nos queda es más dinero y sabiduría”.
Imagen: Filmaffinity España
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