viernes, 12 de febrero de 2021

Publicado el 2/12/2021 07:23:00 p. m. por con 0 comentarios

Esa gente rara que escribe (10): John Kennedy Toole y "La conjura de los necios"


El protagonista de nuestra historia se suicida. Era un día de primavera de 1969 cuando John Kennedy Toole aparcó su coche en una carretera de Biloxi, Mississippi, metió una manguera por el tubo de escape, sujetó el otro extremo cerrando la ventanilla de coche, arrancó y esperó hasta que los gases tóxicos le pararan el corazón. Tranquilidad, esto se cuenta en la primera página del libro. La tragedia de nuestro escritor es muy conocida, pero para los que no la conozcan pueden imaginar que el orden de la historia es como el de esas novelas negras donde el muerto aparece en las primeras páginas y el resto del libro se ocupa de reconstruir los hechos como un forense literario.

Inquieta pensar en un escritor que muere inédito. Casos hay, pero quizás ninguno como este, con la magnitud y fama que lograría una novela que solo pudo ser publicada póstumamente gracias al empeño de una madre que pensaba que su hijo era un Dickens redivivo. Y quién sabe, quizás lo hubiera sido de no ser por su temprana muerte. Sucesos como este (un escritor que se suicida, una obra sin publicar, asomarse al abismo de la locura, el éxito tantos años después) parece que piden un relato mítico, de esos que se alimentan de hipérboles para construir un mito. Y los mitos, ya se sabe, tienen mucho de leyenda y un poco de verdad. Cory MacLauchlin desmonta ese escenario fantasioso e impreciso que rodea a la figura de Toole en su pormenorizada biografía Una mariposa en la máquina de escribir. La vida trágica de John Kennedy Toole y la extraordinaria historia de “La conjura de los necios”. El subtítulo, tan cervantino, recuerda a los capítulos que narran las desventuras del Quijote. A fin de cuentas, me digo, en ambos casos se cuenta la historia de dos figuras que perdieron el entendimiento a causa de los libros.

No debió ser fácil reconstruir la vida de Toole. Las fuentes son escasas. En la Universidad de Tulane, donde nuestro escritor estudió un máster de literatura inglesa, se guardan los llamados Toole Papers. (Internet, a veces, tiene estas cosas maravillosas: en la Tulane University Digital Library están digitalizados y en acceso abierto estos documentos.) El legado, donado por Thelma, la madre de Toole, fue expurgado como supongo que solo una madre puede hacer: eliminando todo vestigio de sospecha y oprobio con la meticulosidad de un censor de posguerra. Además, los testimonios de los allegados de Toole son muy escasos: o se han muerto o guardan un secretismo sobre su figura que enternece tanto como intriga. A pesar de tales inconvenientes, la biografía de MacLauchlin es de una prolijidad que a veces abruma. Resumir aquí una vida es tarea difícil, pero no imposible. Si me preguntaran las dos cosas más importantes y que más influyeron en la vida de Toole lo tendría meridianamente claro: una madre y un libro. Por ese orden.

Thelma, pianista y organizadora de festivales y obras teatrales, pasa por ser una madre extravagante, narcisista y posesiva. Podemos intuir que si se mezclan esos atributos con el hecho de que los médicos le auguraron un futuro sin hijos, cuando Thelma dio a luz al pequeño Kenny en 1937 algo raro podía suceder. Si Kenny hacía teatro Kenny era el mejor actor, si Kenny escribía Kenny era el mejor escritor, y así. Cierto es que el niño era muy listo, tanto que su madre consiguió que le adelantaran dos cursos de golpe en la escuela elemental. Era un gran estudiante y logró lo que quería: trabajar dando clases de literatura. Se hubiera podido ganar la vida con cierta holgura de no ser por los apuros económicos de sus padres, que hacían que Thelma lo atosigara continuamente para que les enviara dinero. La relación del escritor con Nueva Orleans se asemeja a esos amores tormentosos e intensos que te zarandean entre el placer y el dolor. Por un lado Toole se entusiasmaba con su cultura y sus gentes y por otro se sentía agobiado hasta la extenuación por el yugo de su querida madre, con la que mantenía una relación ambivalente, aunque bastante sumisa. Por eso, cuando a los 23 años fue requerido para cumplir con el servicio militar en Puerto Rico el cambio de aires no le pareció mal. Fue allí, en aquella isla de habla española, dedicado a enseñar inglés unas pocas horas al día a los soldados de reemplazo, donde Toole escribió en seis meses la primera versión de La conjura de los necios. Era el año 1963.

No fue su primera novela. A los 16 años el púber y conspicuo Kenny escribió una obrita moralista y bienintencionada que tituló La biblia de neón y presentó a un concurso literario. (Hay que reconocer que su pericia inventando títulos es sobresaliente.) La obra fue rechazada y el joven la guardó en un cajón y no quiso saber más de ella. Este hecho es muy llamativo porque nos ilumina sobre la escasa tolerancia a la frustración que tenía Toole. El caso es que tras licenciarse en el Ejército, vuelve a Nueva Orleans a rematar su obra maestra. Con unos retoques y el alisado de algunos párrafos encrespados y rebeldes, la novela está lista para deslumbrar al mundo. Imagino a Thelma mirando por encima del hombro de su hijo mientras escribe: hijo mío, esta obra deslumbrará al mundo. Con semejantes vientos de gloria Toole envió el manuscrito a una editorial, solo a una, con la misma ilusión que se envía un relato a un concurso literario. Obra tan excelsa precisaba de una editorial de prestigio. La envío a Nueva York, a la editorial Simon & Schuster. Allí la recibió y la leyó el editor R. Gottlieb. Y la historia, de tan venturosa que parecía, se dio la vuelta como si fuese un cuento infantil al revés.

Lo que irrita, lo que no se entiende, es la terquedad del escritor en mantenerse fiel y exclusivamente en una editorial. A Gottlieb le gustó la novela, pero no lo suficiente para publicarla. Una novela cómica a priori no tiene el tirón comercial de un dramón sureño, pero quizás con algunas correcciones se pudiera enmendar, le recomendó por carta el editor. Además, pese a contar muchas cosas la obra no decía nada, no llegaba a ninguna conclusión (sí, amigos, la posmodernidad literaria aún no había llegado). Aquello fue un mazazo para Toole. Y para su madre casi tanto como las siete plagas bíblicas. Para Thelma Gottlieb era, y lo sería siempre, la reencarnación del demonio en la tierra. A pesar del primer batacazo, Toole corrigió la novela una vez y otra mientras mantenía una relación epistolar con el editor que se alargó casi durante dos años (fue dos veces a Nueva York para reunirse con él, pero no lo encontró). Y así, corrigiendo de claro en claro y de turbio en turbio, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio, como un caballero andante de Nueva Orleans. Según MacLauchlin, se volvió huraño e introvertido, huía y se escondía de la gente como si padeciera paranoia o manía persecutoria.

El 19 de enero de 1969 Toole discutió agresivamente con su madre. Al día siguiente metió sus cosas en una maleta, sacó dinero del banco, cogió su Chevy Chevelle azul y salió de viaje. Estuvo fuera poco más de dos meses. Justo antes de regresar a casa hizo la última parada de su último viaje. Escribió una carta dirigida a sus padres y se suicidó.

En 1976 Thelma recuperó el manuscrito original y lo envío a ocho editoriales. Todas le respondieron que no. Ese mismo año, a la salida de un acto literario, arrolló al escritor Walter Percy y le entregó suplicante un montón de papeles para que hiciera el favor de leerlos. Percy, reticente, se dejó vencer ante tanta insistencia y aceptó el encargo. Gracias a su mediación logró que la novela se publicara en Louisiana University Press, una editorial universitaria que no había publicado novelas hasta entonces. Y así fue como en 1980, más de diez años después de la muerte de su autor y más de quince años después de escribirse, La conjura de los necios vio la luz. Al año siguiente ganó el Premio Pulitzer y Thelma se convirtió en una histriónica y vanidosa figura mediática, quizás lo que íntimamente siempre había deseado. Murió en 1984. Está enterrada en el panteón familiar del cementerio de Greenwood, en Nueva Orleans, junto al hijo que le dijeron que nunca tendría.

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