Eduardo Mendoza es uno de los escritores que mejor representa las contradicciones del mundo literario, ese ecosistema tan particular lleno de egos revueltos, como decía Juan Cruz. La primera contradicción es que no está en la Real Academia. Qué contrariedad. Lo cierto es que no le pega. Ha dicho muchas veces que qué pinta él en una institución que limpia, fija y da esplendor. Supongo que Mendoza, irreverente e irónico, no estaría a gusto en un lugar con tantos corsés filológicos. O puede que sea una impostura. No lo sé. Por eso me gusta Mendoza, porque no es lo que parece. O al menos eso me parece a mí, valga el pleonasmo (qué querrá decir eso de pleonasmo).
La siguiente contradicción es que, no estando en el sanctasanctórum de las lenguas hispánicas, está omnipresente en los libros de texto y manuales de literatura. De nuevo la paradoja: es como si el escritor más canónico no cupiera en los altares institucionales (es cierto que recibió el Premio Cervantes en 2016, que no es poco). En todos los libros de texto que estudian nuestros púberes aparece Mendoza como el referente de la literatura de la Transición, o desde la Transición, o como quiera que se llame a esa nueva literatura que se alejaba del realismo y formalismo en blanco y negro del tardofranquismo. La verdad sobre el caso Savolta, según dicen los que saben, inauguró un tiempo nuevo en la literatura española, si es que podemos llamar un tiempo nuevo a escribir novelas con planteamiento, nudo y desenlace. De dónde vendríamos para que se llamara nuevo a lo que era tan antiguo como contar una historia como se ha hecho siempre.
A pesar de su estilo atildado y su porte de dandi posmoderno, Eduardo Mendoza es una rara avis en las letras españolas, siempre tan dadas a la solemnidad. Es quizás la prueba más evidente de que el humor no casa bien con los altares literarios de los sillones académicos. Un poco de humor sí, pero mucho ya no. O al menos de un tiempo a esta parte, porque a los que se ríen con El Quijote o Quevedo no les hace ni pizca de gracia el humor contemporáneo, tan falto de enjundia y entendimiento, según dicen. Ya se sabe que nadie es profeta en su tierra. Ni en su tiempo, por añadidura. Y sin embargo Mendoza ha sido el único, o casi, que ha logrado colarse por los vericuetos de la literatura con mayúscula y gozar del respeto de la crítica a pesar de escribir novelas humorísticas. Aunque no es solo eso: es la sátira que se escurre entre las líneas serias, el chispazo inesperado que aparece escondido en mitad de un párrafo. Su humor es como ese amigo que habla poco y de pronto hace un comentario sarcástico o mordaz, fino, sentencioso, y se hace el silencio. Ni siquiera Sin noticias de Gurb, aquella serie por encargo que terminó siendo un best-seller (con perdón), es una novela solo humorística. Uno la lee y se ríe y casi al mismo tiempo tiene la impresión de que le están contando algo que trasciende la risa. Puede que Mendoza haga realidad el aforismo de que el sentido del humor es una cosa muy seria.
Mendoza es raro hasta por su capacidad de ser polémico con elegancia. Si a algún otro escritor se le ocurre decir que Kafka era un mal escritor o que la promoción de la lectura le importa un bledo, como ha dicho él con esa serenidad tan meditada, las lenguas del buenismo prenderían como el coloso en llamas. No recuerdo ahora que tuvieran demasiada notoriedad pública. Claro que para que tengan notoriedad las declaraciones de un escritor tiene que darse una conjunción astral. Tampoco nos rasguemos las vestiduras: a los escritores nadie les hace caso. El tiempo de los intelectuales se ha evaporado con la locuacidad frívola de los influencers y los opinadores profesionales.
Termino recordando una anécdota que le escuché hace tiempo: Mendoza está esperando con unos zapatos en la mano en la cola de la caja de unos grandes almacenes. De pronto se fija en que, en la cola de al lado, una señora está esperando también para pagar con un libro suyo entre los brazos. Lo normal, quizás, sería henchirse de ego, esperar con el pecho como un palomo a que la señora lo mire y lo reconozca. Pero en vez de eso se pregunta: ¿cuántas señoras con un libro mío tendrían que pasar por esa cola para que yo pueda pagarme estos zapatos? Cómo funciona el mercado literario resumido en tres líneas. Eso sí que es realismo. Lo que no sé es si tiene mucha gracia.
© de la fotografía: Seix Barral
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